Y en julio siguió la fiesta,
el verano en vena, las noches en amistad, las terrazas compartidas, luz de luna
y lumbre. La celebración de un cumpleaños que en realidad fueron dos. La
alegría en el aire, la risa cómplice, los planes improvisados, la locura, los
bailes torpes, los desequilibrios y los descalabros, el pandillismo
adolescente pero mucho mejor, el teléfono ardiendo de whatsapps, de
convocatorias en diferentes combinaciones de elementos. La novedad electrizante
de estar en conexión. Las canciones en los bares, en los salones, en el coche,
en los taxis, las ganas de cantar, de danzar descalzos, los momentos mágicos. Amigos
para siempre means you´ll always be my friend. Querer. Quererse. Querer quererse.
Querer estar. Pertenecer. Permanecer. Hablar. Escuchar. Sonreír. Sonreírse.
Mirar. Mirarse. Tener sueño. Tener sueños. Soñar. Soñarse.
Comida de
chicas alrededor de un arroz. Vino blanco y gintonics. Tarde de viernes y
calor, por fuera y por dentro. La piel ardiendo y el corazón colmado de
afectos, latente, latiendo. El futuro en los posos del café: toda encrucijada
es un camino que se abre y otro que se deja atrás. La imposibilidad de saber
cómo acertar. En qué. Con quién. Ensayo y error. Equivocarse es otra forma de
aprender y es imposible saber dónde conducirá un sendero que no se conoce hasta
que no se explora. Conviene andar el camino sin volver la cabeza y sin
agacharla demasiado. Tirar hacia adelante con la vista puesta en el
horizonte, aunque nos espere un precipicio. Y disfrutar del paisaje, mientras
se pueda.
Volver al ático que me salvó
el invierno, a esa terraza abierta al cielo del sábado, a las palabras, al
teatro, la imaginación volando y la cabeza también. Bebérselo todo: los licores
y la vida. No recordar los pasos hacia el Toni 2 pero acabar allí, sin pasado y
sin nostalgia de la última vez, brindando con extraños hasta el amanecer.
Regresar a casa de día como entonces: 1998, 2004, 2010, esa mágica secuencia de
veranos felices en Madrid.
Llenar la maleta roja otra
vez, un taxi de madrugada (como Amsterdam, como Praga), amanecer de aeropuerto,
un avión rumbo al norte. Ventanilla y todas las sensaciones del mundo dentro:
emociones que tapan otras, o que las sustituyen. La extrañeza de viajar sin J.
Frases susurradas al oído, como cantos de sirena ahuecando mi cabeza. Huidas a
otros abismos, que nos alejen de lo que nos mató, dejar atrás el corazón a la
vez cadáver y lugar del crimen, fingir que los asesinos nunca existieron.
Días felices de Malmö y
Copenhague. Vacaciones, buen rollo, planes apetecibles, acuerdos fáciles.
Espíritu hygge. Desayunos largos, conversaciones reconfortantes. Música, mar,
belleza, colores. Pasear las ciudades, demorarse en los museos, preferir las
tiendas a los parques de atracciones, atisbar las casas expuestas a las miradas
ajenas. Fotos y más fotos. Gifs en bucle. Los anocheceres de medianoche, la
fascinación por esa línea de luz bajo las nubes que nunca se apaga. Los lugares
abiertos, los paisajes infinitos. Solos en un barco de piedras, frente al
Báltico, saltando de alegría. Ese momento de respirar la vida, hasta el fondo.
Acaba julio pletórico de
momentos a cámara lenta con música y letra de fondo.
Toca parar. Descansar. Dejar
reposar las vivencias. Recolocar sentimientos. Tomar distancia y ver qué
ocurre. Comprobar lo que permanece y distinguir lo que sólo era espejismo.
Y después curso nuevo. Siempre se acaba volviendo al colegio en
septiembre. Con todo por estrenar.
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