La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

lunes, 31 de diciembre de 2007

Brindis




A veces nuestra luz se apaga, pero hay otro que vuelve a encender la llama.
A. Schweitzer.


A VOSOTROS, QUE ME HABÉIS REAVIVADO



Se acaba el año y yo deseo hacer un brindis a la luz de las velas.

2007, año de sombras pero también de luz. Porque fue el año en que se alumbró este blog. Y fue el año en que os conocí, en el que nuestras palabras y nuestras vidas se cruzaron. Por eso brindo con vosotros:

Con Adrián y con Jordi. Por la conexión Antrología-Arlés-Área de Descanso. Por el triángulo que pasa por Oviedo, Mallorca y Madrid. Por ser distintos y especiales.

Con Carmen y Elena, la conexión del sur. Por haberos conocido. Por vuestras sonrisas y vuestras manos tendidas.

Con la dama Êowyn. Por ser como eres. Por seguir estando ahí después de tanto tiempo. Por los conciertos. Por tu amistad.

Con Malena. Mi hermana mayor, mi hada mágica, mi princesa zen. Gracias por cultivar con mimo ese jardín que es refugio de palabras y belleza.

Con Maribel. Por tu atención, por tu poesía. Por tu entusiasmo y tus ganas. Por estar ahí.

Con Viento. Por tu aliento, por tu empuje, por tus versos. Por seguir estando.

Con Dashina. Por tu buen humor, por tus palabras de ánimo, por tus ganas de enseñar, por no callarte.

Con Sandra. Por ir más allá, por intuir lo que hay más allá de las palabras. Por gritar en verso. Por esa niña que nacerá este año.

Con Agustín y Felipe. Por vuestra madurez literaria y por dar forma de poema a sentimientos y vivencias propios. Por Pablo, por Quique, por Sabina...y tantos otros.

Con los otros Antrólogos (Rosa, Chema, Javier). Por regalarnos vuestros versos, por mejorar día a día.

Con Patry. Por tu vitalidad, por tu lucha, por tu ánimo, por tu sensibilidad. Por ser tan maravillosa.

Con Mi Chica. Por seguir aquí, por comentar siempre, por tu lealtad.

Con Ripple-Mark. Por ser la primera en escribirme. Porque confío en que volverás, porque te espero.

Con Pierina. Por tus versos, por tu madurez, por tus ganas. Por el verano en Uruguay.

Con ESTOICOlgado. Porque aunque no siempre te entiendo me gusta lo que escribes. Porque tu sufrimiento se transforma en palabras bellas.

Con Aunqueyonoescriba. Por que sigas escribiendo y alegrándonos con tu buen humor.

Con Yo-X. Por ser tú mismo, cariñoso y sincero.

Con Cata. Por seguir ahí. Por tus niños. Por Colombia.

Con Víktor Gómez y Fernando Sarriá . Por vuestras palabras y vuestras atenciones.

Con Marinero en Marte, porque espero que vuelvas por aquí para quedarte.

Con Trini, Belén (Burbuja Transparente), Marma, Siesta, Reb, Brenda, Musi, Café con agua y todos los que me habéis comentado alguna vez.

Con JOB, Eristos y Caído. Porque no os olvido, porque quiero que volváis, porque os sigo esperando.

Con todos los que me habéis leído alguna vez aunque no hayáis comentado nada.

A todos, GRACIAS

Os espero en 2008.
Porque el Área de Descanso es vuestra.
Y yo ya no estoy En Tierra De Nadie.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Una Nochevieja cualquiera (III)

(Continuación)


Cuando abrió los ojos, le flojearon las piernas. ELLA le miraba directamente. Unos ojazos negros, enormes se clavaban en él, echando fuego y le recorrían de arriba abajo, por encima de la camisa blanca del chico de la bufanda. Los rizos alborotaban su cara morena, enmarcada por unos enormes aros dorados que se movían al compás de su melena, mientras su cuerpo ágil, menudo, rojo incendio, se restregaba contra la pechera blanca en círculos. Pechos, caderas, trasero y brazos se entregaban a una danza mágica, dejándose llevar por los brazos masculinos que la zarandeaban con una suavidad imposible de albergar tanta energía, tanta química, tanta pasión.

El espectáculo congregó a varios curiosos que hicieron círculo, cuchicheando entre la envidia y la admiración. L estaba como hipnotizado. Por la música, por aquel baile, por ELLA, que no dejaba de mirarle. No eran imaginaciones suyas. No era efecto del alcohol, ni del deseo, ni una ensoñación. Estaba completamente seguro. Lo podía sentir, con tanta certeza que llegó a asustarse. Y era extraño, porque mientras ELLA y su pareja bailaban, todo les sobraba, la compenetración era tal que el resto del mundo dejaba de existir para ellos. Aquello no era sólo un baile, era sexo en estado puro. ELLA le ofrecía su cuerpo, le atraía hacia sí usando la bufanda a modo de lazo y él la tomaba, palpándola, recorriendo la cabeza, el cuello, la espalda, la cintura, el trasero con sus manos, con sus brazos, moldeando su figura como si fuese de barro dispuesto a endurecerse a fuego. Él respondía entregado a su llamada, ciego, buscándola con el tacto, con el ritmo, loco de deseo. ELLA le buscaba, le seguía, le llevaba, se dejaba llevar, le tomaba las manos y juntos acariciaban los pechos, el vientre, el pubis, de manera obscena, impúdica. Lo más asombroso era que, a pesar del carácter público de la escena, ellos mantenían una suerte de intimidad extraña, única; se exhibían sin asomo de vergüenza ni rubor y conseguían dejar fuera de las tablas a los espectadores para los que representaban la función.

L estaba en trance. Podía sentirla dentro de su cabeza, clavándose en su cuerpo. Sabía que aquella representación era para él, sólo para él, y esa certeza le excitaba más que nada; era una sensación única, poderosa, algo que nunca había experimentado. Había sido elegido por una diosa del sexo y no se opondría a su destino; sería su víctima, el animal expiatorio de cualquier sacrificio. Le amaba a él a través de su pareja de baile, tal vez un íncubo a su servicio al que utilizaba como simple transmisor de sus verdaderos deseos, como mensajero de una pasión prohibida dirigida a él, a L, en secreto, y todo aquel espectáculo tenía como finalidad última hacerle a él, pobre mortal, sabedor de su amor.

L tuvo miedo de estallar de amor allí mismo y rozó el éxtasis al reconocer la señal que ELLA le enviaba. Seguía bailando una danza carnal con su demonio, en la que no cabían los besos, como si aquella Venus esperara el momento adecuado para enviar su oráculo. En una pirueta de baile, que dejó al descubierto su sexo desnudo por debajo del vuelo rojo de la falda, se dejó caer en brazos de otro mortal, al que devoró con su lengua y con sus labios, en un alarde de pasión que el diablo de camisa blanca observó complacido, mientras no dejaba de bailar alrededor de su diosa.

L creyó morir, no de celos, sino de placer. Aquel descarnado ósculo a otro perfecto desconocido no era sino parte del juego perverso que ELLA le dedicaba, un signo del destino que los unía al que era inútil resistirse. Una vez asumido que aquella pasión irrenunciable era de índole mística, L se entregó por completo a ella y, abandonado a su sino, vagó el resto de la noche persiguiendo a la que desde entonces, desde ese mismo año que comenzaba y que para él marcaba el año cero de su nueva existencia, sería su única dueña.

El viaje mítico de L acabó en tragedia, como no podía ser de otra manera. Lo encontraron en un rincón, sepultado entre toneladas de confetti pisoteado y pegajoso, serpentinas rotas y bolsas de papel celofán. Llevaba una bufanda gris de lana a modo de mordaza en la boca, un aro dorado en su mano derecha y una tremenda mancha de vómito a la altura del vientre.

La mitología local no se pone de acuerdo sobre lo que realmente pasó aquella noche de fin de año. Hay varias leyendas, aunque todas coinciden en lo sustancial, variando algunos detalles. Cuentan de una pareja bastante ordinaria que se pasó la noche dando el espectáculo, con un numerito de baile subidito de tono que, si bien al principio despertó la curiosidad de algunos, acabó por aburrir al personal cuando se dedicaron a recorrer el local para que todos les vieran. Algunas historias añaden una versión algo más morbosa y aseguran que ella, además de con su pareja de baile, se besaba con otros y coqueteaba con todos, cosa que a él parecía si no excitarle, por lo menos no importarle. Algunas incluso dan por hecho que era un trío, ya que junto a los bailarines había siempre un tercer hombre, un joven voyeur, toda la noche con una – o varias - copas en la mano que acabó por protagonizar un episodio bastante lamentable.

Al parecer, en un momento dado empezó a gritar: “¡Venus mía, yo también te quiero! ¡Hazme tuyo para siempre!”, al tiempo que se abalanzaba sobre la mujer y se colgaba de uno de sus pendientes, sin que el compañero de baile pudiera evitarlo a pesar de intentar reducirle con su bufanda, lo que contribuyó a que el chico vomitara hasta la última papilla. Un rumor macabro asegura que llegó a arrancarle la oreja, aunque este hecho nunca pudo probarse. Las malas lenguas insinúan que no sólo fue vómito lo que el chico arrojó sobre el amante de la mujer y que, a lo largo de la noche, le habían pillado varias veces en actitud pecaminosa y solitaria en el baño del local. Este extremo tampoco pudo probarse.

FIN

viernes, 28 de diciembre de 2007

Una Nochevieja cualquiera II

(Continuación)


Momentáneamente ensimismado por lo que acababa de experimentar, L tardó en darse cuenta de que le temblaba la entrepierna. No solía usar el móvil en modo vibrador, y la sensación, aparte de desconocida, era bastante desagradable. Descolgó rápidamente, incluso sin sacar el teléfono del bolsillo, para acabar con ese insoportable zumbido. Era inútil, no se oía nada. Instintivamente, se salió del barullo de la barra para intentar reconocer la voz del otro lado del aparato. Atravesó la pista como pudo, sujetando con una mano el móvil sobre su oreja derecha y con la dichosa bolsita en su mano izquierda, espanzurrada ya, perdiendo confetti por momentos y dejando un lamentable rastro de serpentinas, matasuegras y collares hawaianos a su paso.

Cuando se dio cuenta, estaba ya fuera del local. Seguía sin oír nada y tardó un buen rato en asimilar que se había cortado o que simplemente al otro lado habían colgado. Pero el frío sí lo sentía. Estaba en mangas de camisa y envidió a los que llevaban abrigo. Empezaba a temblar y le alivió bastante comprobar que no era el único al que le había pasado algo parecido. Uno, algo más listo, por lo menos se había quedado con la bufanda. Se fijó en el tipo, le resultó curioso. No llevaba corbata, pero llevaba bufanda. Le gustó la combinación. Bueno, más bien pensó que era el tipo de estilo que a Laura le volvía loca y se imaginó a sí mismo con una simple camisa blanca y una bufanda. Seguro que a ella le encantaría. Volvió a mirar al tío y pensó que también el tío le volvería loca. La imaginó dando grititos, muriéndose de amor por ese perfecto desconocido sólo porque llevaba una camisa blanca sin corbata y una bufanda gris, contándole a él que ese era el tipo de tíos que le gustaban, que si se le cruzaba uno así era capaz de cualquier cosa. Suspiró al evocarla e inmediatamente se cabreó al pensar que ella estaría con su novio consultor pasando una Nochevieja inolvidable en un hotel de lujo en París, mientras él estaba solo en una discoteca abarrotada de gente ridícula e incómodamente vestida sólo porque era Nochevieja. Ni siquiera. Estaba en la calle, con un frío del carajo y encima ahora tenía que esperar toda esa enorme cola para volver a entrar.

Un pitido le vibró entre las piernas. Era un mensaje. Por un momento se le aceleró el corazón, pensando que podía ser de Laura. ¡Se había acordado de él en Nochevieja, y encima estando con su novio, desde París!. Temblando – más bien de frío, pero también podía ser de emoción – se llevó la mano al bolsillo y muy lentamente, para hacer más duradero ese momento, para saborearlo a cámara lenta, para captar todos los detalles, para vivirlo intensamente y luego evocarlo una y otra vez y revivirlo todo - hasta el frío -, sacó el teléfono, acariciándolo suavemente, tratándolo con la delicadeza que se merecía como probable portador de extraordinarias sensaciones. La ilusión se desvaneció sin ni siquiera poder hacerse real. El mensaje era de Roberto. “Atsko pa rato.flz año tio.ns vms”. Le ponía enfermo la manía por economizar en los mensajes de móvil. ¿Por qué no podía la gente escribir como Dios manda?. ¿Qué quería decir: “nos vemos” o “nos vamos”?. El cabreo y la decepción le envalentonaron para poner en práctica uno de los Corolarios al decálogo de cuatro puntos: que tú no cueles a las chicas en las colas no quiere decir que ellas no puedan colarte a ti.

Así que le echó morro y consiguió avanzar al menos cinco puestos. Intentó que el gorila de la puerta le dejase pasar, alegando que él estaba dentro del local. Lo único que consiguió fue un lacónico: “Ya no” gutural y primario, mientras una mano enorme le oprimía el pecho y la otra enganchaba y desenganchaba con pasmosa habilidad el cordón de terciopelo rojo para dejar pasar a chicas y más chicas por su cara bonita. Así que volvió a la cola oficial, que no avanzaba, compuesta en su mayoría por quinceañeras panolis en su primera Nochevieja, pintadas como puertas y mascando chicle de hierbabuena para disimular el mal aliento y chicos en mangas de camisa, mientras la otra cola, la de los chicos con pajarita y las señoritas con peinados imposibles se renovaba rápidamente.

Al cabo de media hora estaba otra vez dentro. Parecía que la barra estaba algo más despejada, y, una vez pertrechado con su Passport Coca Light – empezó a aficionarse a la coca cola light para poder compartir las copas con Laura, para la que era inconcebible cualquier otra bebida, hasta que descubrió que el dulzor de la light potenciaba el sabor del whisky y además le hinchaba menos, lo que aceleraba la capacidad de ingestión de copas– se dispuso a ¿disfrutar? de la noche. No le gustaba salir solo. De hecho nunca había salido solo. Pero allí estaba. Pensó tomárselo con calma, saborear la copa tranquilamente, como en los anuncios, sin prisa. Pero era demasiado tarde, ya se la había bebido.

A la tercera empezó a relajarse. Hubiera bailado, le molaba la salsa, era una lástima que ya no le gustara bailar. Procuraba no pasar demasiado rato en el mismo sitio. No quería dar la impresión de ser el típico colgado, o el baboso de turno que no hace nada más que mirar cómo se les mueven las tetas a las tías mientras bailan. Aunque la verdad es que desde hacía un rato lo era. Debería haber advertido el peligro, pero cuando se dio cuenta era demasiado tarde. Una cabecita loca se abalanzó sobre él, intentando hacerle bailar. ¡Horror!. Era una de las quinceañeras a las que había dado palique en la cola. Sin poder hacer nada para evitarlo, se vio rodeado por cuatro cabezas con sus correspondientes melenas agitándose sin control, cuatro bocas aullando una letra que no se parecía nada a la canción original, ocho brazos – que parecían dieciséis – manoseándole, pretendiendo que se moviera al ritmo de la música. ¡Por favor, un poco de respeto! Era la canción que siempre escuchaba con Laura en el coche, que ella tarareaba con fervor, con los ojos cerrados, sin acordarse de la letra, desafinando bajito, una escena que le producía tanta ternura que siempre aprovechaba que ella tenía los ojos cerrados para tocarle un muslo, o rozarle un pecho, o pasarle un dedo por los labios. A ella le encantaban este tipo de gestos, tan inocentes, tan tiernos, tan amistosos y él se conformaba con materializar al menos esa mínima parte de lo que de verdad quería hacerle.

Salió huyendo literalmente de aquel grupo de perturbadas y se refugió en el servicio, a ver si aliviaba un poco la tensión acumulada. Otra cola, montón de chicas que se querían colar y aplicación a rajatabla del Decálogo de cuatro puntos. Un grupito de féminas que cuchicheaba mirando en la misma dirección atrajo su atención y quiso averiguar qué tramaban. A veces le divertían este tipo de juegos privados con los que creía penetrar en el complejo y siempre inexplicable mundo femenino. La observación trabajada durante años le permitía distinguir y reconocer ciertos comportamientos de las mujeres, especialmente cuando iban en grupo, y pocas veces se equivocaba. Hablaban de un tío, sin duda. Les molaba. Más. Les excitaba. Él estaba dentro y ellas esperaban a que saliera.

Divertido y curioso con el juego, también L tenía ganas de que saliera el tipo en cuestión que tanto deseo despertaba en esas bellas mujeres. ¡Vaya!, pero si era el de la bufanda, el tío que le gustaba a Laura. Qué éxito con las tías, ¿no?. ¿Era para tanto?. Tenía un cierto estilo, pero no parecía ser el típico tío bueno. Definitivamente estaba celoso.

“Perdón”. Sintió la voz muy cerca de su oído, a su espalda. Suave, sensual, dirigida única y especialmente a él, envolviéndole en terciopelo. Le pareció que unos labios apenas si le rozaban la oreja, como haciéndole cosquillas. Y otra vez esa sensación, ese cosquilleo electrizante que le sacudió desde la cabeza a los pies. Esta vez sí era real. Notó cómo unas manos le moldeaban la cintura y las hubiera entrelazado de inmediato si no se hubiera quedado como petrificado, incapaz de cualquier movimiento. Sintió el roce de una falda primero y la presión de un cuerpo femenino después. Cuando quiso volverse, sólo quedaba el eco de una risa envuelta en un vestido rojo y prendida de una melena morena y rizada, que se esfumó detrás de una camisa blanca y una bufanda gris.

Tal fue la intensidad de aquella sensación que fue incapaz de hacer uso del urinario, y decidió que necesitaba otra copa. Una vez conseguida – a estas alturas la camarera ya le servía sin necesidad de pedir – buscó un sitio adecuado, asegurándose de que la pandi de las quinceañeras en celo no andaba cerca, e intentó relajarse. La música no ayudaba. ¿Tenía que ser Lambada? Hacía más de diez años que esa canción había pasado de moda y no la escuchaba desde hacía siglos, pero le traía recuerdos bastante perturbadores. Solía bailarla con una chica de la sierra, en verano, y, aunque más bien se limitaba a dejarse llevar, todavía recordaba aquellos movimientos tan calientes, tan sensuales... ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo era posible? ¡¡¡Se le había olvidado su nombre!!! Pero lo que tenía muy claro es que no había vuelto a bailar así con nadie. Tuvo que dar un trago largo a la copa para apaciguar sus recuerdos y cerró los ojos para dotar de mayor intensidad al gesto.
(Continuará)...

jueves, 27 de diciembre de 2007

Una Nochevieja cualquiera (I)

No eran todavía las dos y ya había colas en todas partes: en el ropero, en el baño y, por supuesto, en la barra, hacia la que L intentaba abrirse paso. Sus amigos tardarían en llegar un rato y pensó que era mejor matar el tiempo en la barra con una copa en la mano que dar vueltas solo por el local como un pringado.

Ya se sentía bastante ridículo con el traje y la corbata, más el collar hawaiano del cotillón que le había ensartado por la cabeza una belleza pelirroja nada más entrar en el local mientras le gritaba ¡¡¡¡¡FELIZ AÑOOOOOOOOO!!!!! y le incrustaba el pitido del matasuegras en su oreja derecha. Al menos había pillado bolsita de cotillón; lo vivió como un triunfo, aunque no sabía muy bien por qué. La bolsita de papel celofán sin asas era un coñazo, le estorbaba y no acertaba a agarrarla bien; el frío del papel le daba grima y el chirridito que notaba bajo su mano le ponía nervioso. Pero seguramente se hubiera sentido peor al rechazar el tesoro que le ofrecía aquel escote de sonrisa roja y rizada, que consiguió enternecerle al desearle feliz año con tanta efusividad. Probablemente era su trabajo, pero que aquella cara de anuncio, maquillada y sonriente, le abordara con ese entusiasmo sin conocerle de nada y le estampara sobre el pecho la bolsita de colorines brillantes le dejó sin defensas; era el tipo de cosas que le desarmaban, que le inutilizaban para cualquier intento de resistencia o negativa, por mucho que odiara las malditas bolsitas de cotillón.

Había conseguido situarse en segunda fila, utilizando la bolsa - ya completamente arrugada, aplastada y rota por un costado – a modo de escudo para abrirse paso y estaba punto de alcanzar la disputada barra. Era el momento de emplear los codos, arma indispensable para apartar al gordo sudoroso que le hacía sombra por su derecha y bloquear a la rubia de bote que intentaba colarse por la izquierda. Aprovechando un descuido del gordo, que se despistó saludando a un colega, ocupó su lugar y logró apoyar la diestra en el pegajoso borde de plástico negro. Pero la rubia resistía, haciéndose fuerte gracias al perifollo de su moño, que sobresalía de manera calculada justo a la altura del ojo izquierdo de L, y a la envergadura del bolso, rígido y pertinaz, clavándose en su costado.

L, que en líneas generales se consideraba galante con las féminas, tenía una máxima – el decálogo de cuatro puntos, como él lo llamaba orgullosamente, regocijándose en la gracia de su propia ocurrencia - que procuraba cumplir a rajatabla, consiguiéndolo casi siempre: en las colas, en el autobús en hora punta (tanto a primera hora de la mañana como, sobre todo, a la vuelta de un agotador día en la oficina), en los atascos y delante de una barra, NUNCA hacía distinción de sexos ni de edades. Por mucho que protestara la viejecita de turno en el autobús, o le pusiera ojitos de cordero degollado la conductora novata al intentar meter el morro del Polo en “su” fila, o desplegara su mejor sonrisa una morenaza para que le pidiera la copa, no cedía al chantaje femenino.

Así que se escoró totalmente a su izquierda, apoyándose en la peliteñida para impedirle el paso, mientras por la derecha le empujaba una mata de rizos hilarantes en su intento de zafarse de unos ojos saltones con pajarita que atacaban su cuello, su mejilla y sus labios poniendo morritos babosos. M. recibía empujones y codazos por los flancos y la retaguardia, resistiendo los envites estoicamente, casi sin dolor, su cuerpo ya inmune a los golpes, concentrado en un único objetivo: alcanzar la barra blandiendo la entrada en la mano para que la camarera cogiera la suya y no otra, y en ese preciso momento gritar bien fuerte: “Passport Coca Light”.

Un escalofrío le electrificó de pies a cabeza cuando sintió aquel roce. Fue un contacto leve, fugaz, pero intenso. L se volvió, pero sólo quedaba ya un aroma de mujer que hubiese podido aspirar durante el resto de su vida sin cansarse. Antes de desaparecer, tragada por la pista de baile, L acertó a distinguir el suave balanceo de la falda de un vestido rojo y el movimiento de una melena negra y rizada, que se perdieron para siempre entre los otros cuerpos.
(Continuará)

domingo, 23 de diciembre de 2007




La Navidad se ha instalado en un rincón de mi casa.
Es mi invitada, es bienvenida.
Aunque lo digan El Corte Inglés
y las luces en la ciudad,
aunque esté de moda renegar.
Yo me apunto a la celebración.
Ya habrá tiempo de no celebrar nada.


viernes, 21 de diciembre de 2007

La vida por delante

A Carmen Moreno, que con su dedicatoria inspiró estos versos

Digo vacío y tiemblo.
Mis manos, desnudas, no tienen fuerzas.
Empezar a construir desde el vacío.
Aunque no sienta nada,
aunque escapen las razones,
aunque mi equipaje sólo esconda ropa usada
raída de desconciertos
y lunas viejas
que no iluminan las noches.

Digo vacío y tiemblo.
Mi soledad no está hecha de miedo, sino de valentía.
Aunque duele igual
porque el presente se viste de certezas
que preferiría ignorar.
Pero elegí abrir los ojos
y aquí estoy
con mi maleta de recuerdos
que no hay manera de esconder.

Digo vacío y tiemblo.
Pero siempre hay manos
dispuestas a tomar las mías
y llevarme a la orilla de un mar del sur
o a una barra de bar
o a una pantalla llena de palabras
para recordarme
la vida que me queda por delante.

martes, 18 de diciembre de 2007

Mordiendo anzuelos-trampa

Y el tiempo pasa, pero el dolor no.

Me atrapo con mis propias trampas.
No me quedan trucos que inventar
ni mentiras que contarme:
esas las reservo para los demás
aunque no engañe a nadie.

El recuerdo es inútil,
el olvido imposible.
De nada sirve saberlo.
Sin posibilidad ya
de autoengaño ni de vuelta:
esa es la certeza que me mata.
Mi tristeza es peor
que la de todas las canciones tristes.

Sólo siento el miedo en la mirada de los demás.
Incapaz de juzgar el peligro
no deseo ponerme a salvo.

No sirven los amigos,
no alivian los viajes
y él sigue en todas partes:
en los discos nuevos
en los conciertos no compartidos
en el minibar de las canciones
en las películas que no veremos juntos,

en el sexo a solas antes de dormir
en las lágrimas que siguen brotando
como el primer día.


Y sigo
mordiendo mis propios anzuelos
sólo por sentir
que hay algo que pescar.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Fugacidades VIII


SOLEDAD


Mi alma llora en el silencio de la soledad no compartida y se agita al recordar un beso húmedo y caliente. Una mejilla que sostiene una lágrima, un dolor de cristal roto en mil pedazos. La rueda de la vida sigue arrastrando lentamente nuestra callada existencia, igual que el viento arranca los besos y las palabras y los extiende por el cielo en una lluvia de amor que al caer nos hace desdichados.

***

ADOLESCENCIA


Corazón solitario de bruma y estrellas. Alma henchida de dolor y recuerdos. Piel enamorada. Surco en la pálida noche gris, luna cuadrada que alumbra el camino. Soledad en pedazos de tierra húmeda, secreto llanto de felicidad infinita. Lluvia de estrellas que alborota mi soledad y me recuerda tu ausencia. Deseos fugaces que caen con la estela del cometa perdido.
***

TEMBLOR

Se rompe la tierra bajo el temblor del cielo y el suelo que piso se vuelve sangre. Emergen las raíces como manos que sólo saben palpar mi cuerpo y la lluvia se seca al rozar el borde de mis ojos. La hierba mojada es un grito de auxilio pero las hojas no escuchan el viento: la luz oscura del silencio cubre de abismo la primavera.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Cita en Amsterdam


Después de Ámsterdam, nada volvió a ser lo mismo. Aquel viaje fue extraño, desde el principio. Me citó en la ciudad a la que tantas veces habíamos planeado ir juntos y yo acudí, convencida de que nos merecíamos una segunda oportunidad. En Madrid, la luna llena me despidió de madrugada, a través de la ventanilla de un taxi que cruzaba veloz la noche de verano para llegar a tiempo al aeropuerto. Desde el avión, llegando ya a Schiphol, una visión de oro, imposible desde cualquier otro lugar: el sol reflejado en el agua del mar, de los ríos, de los canales. Destellos amarillos, rojos, naranjas, deslizándose, escapando, jugando entre el agua, como el oro que se destila en el molde. Tomamos tierra en un aeropuerto ajeno, de largos pasillos. Él me esperaba al final de uno de ellos, con una maleta roja. En aquel lugar de nadie, el futuro parecía posible y mi sonrisa contra la suya tuvo algún sentido.


La Estación Central me pareció una estación de cuento, demasiado dorada para tomarla en serio y me pregunté si allí paraban los sueños. Al otro lado de la ciudad, donde las casas de ladrillo rojo y puertas blancas se inclinan sobre los canales, entre aromas de charca y arenque, el silencio de los puentes y las barcas no presagiaba nada bueno.

En un coffee-shop del barrio rojo brindamos por nuestro reencuentro, pero ni el humo de la marihuana sirvió para vestir de verdad nuestras risas. En el agua verde de los canales no había ranas que besar y el mar gris de La Haya no reflejó nuestros rostros tristes, imágenes de un amor que se intuía ya póstumo.

En el Nemo, el cielo se adornó de estrellas que cubrieron la ciudad flotante y miles de ventanas parpadearon en la lejanía. De tan bellas hay visiones que duelen. Temblé de frío y de angustia y deseé un abrazo que no se produjo. Después comenzamos a andar y él me cogió de la mano. Debajo de una farola intuí un destello afilado en su mirada, que no supe interpretar. “Cuando los ojos se llenan de asombro no hay consuelo para la melancolía”, fue lo último que pensé. No me dio tiempo a decírselo. Ni un grito salió de mi boca mientras me clavaba el cuchillo en el vientre, aunque estoy segura de que mis ojos se abrieron más que nunca, sin comprender. Supongo que el agua estaba fría, pero ya no la sentí.

Desde entonces le persigo, buscando una explicación, pero él finge no verme. Empalidece, tiembla y hay miedo en sus ojos, aunque no dice nada. Y yo sigo vagando entre los canales de esta ciudad fantasmal, esperándole en el lugar donde todo cambió.







Publicado en la Revista Muchoviaje en enero de 2006

domingo, 9 de diciembre de 2007

CICELY EXISTE

El consuelo de una visión consiste en creer en ella, no en que sea real

C. Pavese.

La frase de Pavese resume perfectamente lo que ocurre con ciertas novelas, canciones, películas o series de televisión. No importa que sean obras de ficción: nos transforman porque creemos en ellas. Porque nos hacen creer en algo.

Una de esas series que nos han transformado a algunos es Doctor en Alaska (Northern Exposure en el original). Creada en 1990, consta de 110 episodios repartidos en seis temporadas. En España se emitió por primera vez en 1992, reponiéndose desde entonces varias veces, en La 2, a horas intempestivas y de manera irregular y a menudo incompleta, como pasa con la mayoría de las series que en Estados Unidos se consideran de culto y que aquí son maltratadas por los programadores (sirva también de ejemplo El Ala Oeste de la Casa Blanca). A pesar de las dificultades, y mucho antes de que existiera el DVD y el emule, muchos nos enganchamos a ella y a sus personajes. Y ya forma parte de nuestra vida.

Me hubiese gustado escribir algo bonito u original en homenaje a la serie. Pero no he sido capaz de superar los fragmentos de su versión “tuneada” que podéis encontrar en el imprescindible blog de L´Habitació d´Arlés http://habitacioarles.blogspot.com/, ni tampoco de encontrar mejores palabras que las de este artículo, antiguo, que en su día recorté y que creo que expresa a la perfección lo que significa Cicely, la pequeña localidad de Alaska donde se desarrolla la serie y auténtico microcosmos donde caben mil mundos. Aquí está. Para recordar y disfrutar. Y porque, ya inmersos en fastos prenavideños, ¿a quién no le gustaría creer en Papá Noel?


CICELY
por Fernando Baeta.

"Cicely es la prueba concluyente de que, como sentenció Pavese, el arte de vivir es el arte de aprender a creer en las mentiras. Cicely es el arte de vivir porque nos hace creer en las mentiras. Cicely, ochocientos y pico habitantes imaginarios, es mentiroso, utópico, bello, virginal, necesario. También es un tratado de filosofía para escépticos, en edición de bolsillo. Nada en esta serie televisiva es necesariamente cierto, aunque todo en ella es necesariamente envidiable. Cicely es la expresión inteligente de todo aquello que nos estamos perdiendo, el sueño sin final, la magia, la otra cara de nosotros mismos, lo que pudimos haber sido.

No es la simple historia de un médico de Nueva York que cae en Cicely, Alaska, y se pregunta sin desmayo ¿qué narices hago yo aquí?, sino la historia de un pueblo inalcanzable en el que hubiéramos podido vivir si fuéramos de otra forma. Hubo un tiempo en el que todos pudimos ser Joel Fleischman, Maggie O´Connell, Chris Stevens, Maurice Minnifield, Holling Vincoeur, Shelly Tambo, Ed Chigliak, Ruth-Anne Miller, Marilyn... o muchos otros de los personajes circunstanciales que conforman el contexto de esta epopeya en 625 líneas. Pero ya es tarde para lamentos. Tenemos que hacernos a la idea de que Doctor en Alaska es sólo una edificante serie de televisión en la que sus creadores, productores, directores, guionistas y actores cobran por engañarnos, por hacernos creer que todavía es posible la utopía, soñar despiertos. Pocas veces una historia ha llegado tan lejos partiendo de la más absoluta de las miserias, que diría aquel amante sarnoso.

Nos gustaría creer que Joel no se irá a Manhattan, que Maggie sabrá, por fin, qué es la felicidad, que Chris seguirá haciendo humana la filosofía desde su micrófono en la K-OSO, que Ed se convertirá en chamán, que Marilyn continuará teniendo todas las respuestas, que Shelly no crecerá y que Holling no envejecerá, que Maurice se enriquecerá todavía más y que Ruth-Anne aprenderá italiano para poder leer a Dante. Nos gustaría creer en Papá Noel.

Nos gustaría creer que Cicely existe aunque sepamos que nunca existió, que nunca existirá. Cicely es la prueba de cargo de nuestras frustraciones, de nuestros fracasos, de nuestras apuestas equivocadas."



miércoles, 5 de diciembre de 2007

Fugacidades VII

EL BESO

Cuando no hace sol es porque llueve
y cuando brilla porque no te alumbra:
la oscuridad es tu forma de vida
y yo no puedo convertirme en sombra.
Pero me sigue lloviendo dentro de la risa
al penetrar en tu boca.
***

HECHIZO DE BARRO

La magia de la noche ilumina tu cuerpo y yo me pierdo entre tus dedos, haciéndome pequeña, casi invisible. Tú me modelas a tu antojo, convirtiéndome en un muñeco de barro que se deshace entre tus manos lentamente.

***

CON LA MIEL EN LOS LABIOS

Como siempre, me dejas con la miel en los labios. Te vas y yo me quedo con la boca húmeda, ávida de besos. Con las manos llenas de caricias y cosquillas, pero vacías de ti. Con la piel a flor de sentimiento, erizada de lengua y saliva. Con los muslos entreabiertos, esperando que vengas a vaciarte en mí y me llenes de espasmo y escalofrío. Con el corazón latente dispuesto a estallar de amor. Con mi alma a solas, herida de deseos y palabras.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Estampas de Amsterdam II



PLACERES LEGALES


Ámsterdam no quiere ser Venecia
ni falta que le hace.
Hay mundos que se definen por su indefinición
y este universo sin reglas
tiene un ritmo propio
implacable
como una religión sin dioses.

Aquí nadie mira a nadie.
Donde lo extraño forma parte de lo cotidiano
ya no hay distinciones:
los turistas habitan una ciudad
en la que sus habitantes están de paso.

Los placeres no están prohibidos,
se ofrecen en los cafés
y se exhiben bajo luces rojas.
Cuando el pecado se muestra en un escaparate
el deseo se esfuma al no saberse culpable
ni digno de ser castigado.

Es la tentación de probar lo que se nos niega
lo que da valor a nuestro apetito de emociones:
sólo se disfruta
lo que antes se ha anhelado.
Lo que está al alcance de la mano
resulta despreciable:
no se valora
lo que se ofrece fácil.

Cuando la libertad anula el pecado
las tentaciones desaparecen
y el mundo se vuelve más aburrido.

Hasta el caos tiene un orden
en esta otra ciudad de los canales,
que no parece del Norte
pero tampoco es del sur.
Ámsterdam no es Venecia
y bajo sus puentes
no caben los suspiros.