La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

sábado, 30 de enero de 2010

En la muerte de Salinger


“La gente nunca se da cuenta de nada”, grita Holden Caulfield desde las páginas de El guardián entre el centeno. Cuesta dejar de ser niños y afrontar que no hay ningún guardián que nos salve del abismo que se extiende tras el campo de centeno. Y que es necesario atravesarlo para crecer, aunque crecer signifique vagar, como Holden en Nueva York, por una ciudad desconocida y hostil donde a nadie le importa adónde van los patos de Central Park cuando se hiela el lago.

A Mark Chapman, el asesino de John Lennon, también le cautivó el joven rebelde que se resiste a crecer, que escapa a Nueva York para sentirse libre y lo único que descubre es que está solo ante un mundo que no comprende ni le comprende, que lo que más desea en la vida es proteger a su hermana pequeña, Phoebe, que venera a su hermano muerto, Allie, y que tras conocer un mundo de bailes con chicas de pueblo, habitaciones solitarias de hotel, prostitutas y chulos que pegan puñetazos en el estómago, vuelve una y otra vez a Central Park, paraíso de su infancia donde los patos desaparecen en invierno.

Chapman llegó a Nueva York el seis de diciembre de 1980, dos días antes de descerrajar cinco tiros a Lennon a las puertas del edificio Dakota, situado precisamente frente a ese Central Park tan querido por Holden. En esas cuarenta y ocho horas el inminente homicida buscó una prostituta, compró una pistola y adquirió un ejemplar de El guardián entre el centeno, en el que escribió: “Esta es mi declaración”. Horas antes de matarle, se acercó a Lennon y le pidió un autógrafo.

jueves, 21 de enero de 2010

AMISTAD ETERNA



Parece mentira que a estas alturas
las decepciones sigan doliendo,
que las deslealtades se claven en el orgullo
como espinas tontas de una flor muerta.

Los ideales desaparecen
cuando la vida se vuelve demasiado amarga
para los comensales mediocres.

La amistad ya no cuenta
cuando el desencanto ciega los afectos.

Y yo sigo aquí, superviviente.


(Del poemario Piel de Mudanza, 2000-2007)

lunes, 11 de enero de 2010

Nieve en Madrid


Domingo, 10 de enero de 2010


Nieva en Madrid y el tiempo discurre despacio. Tarde fría de domingo raro, comida cálida y paisaje navideño, aunque ya hayan pasado las fiestas, víspera de lunes de enero laborable.


Camino contra la nieve protegiéndome con un paraguas minúsculo y me gusta estar en la calle, asistiendo a un espectáculo de copos lentos cubriendo mi bolso, mi abrigo, mis manos enguantadas. No hay sal suficiente para asfaltar las calles, que no parecen las de esta ciudad. Esquivo transeúntes por la calle Mayor y no me resisto a comprar un roscón en La Mallorquina. Me quedo un buen rato quieta, bajo el frío y la nieve, contemplando la Puerta del Sol y me imagino dentro de una postal antigua e irreal.

Bajo las escaleras del metro y dudo si no será todo un espejismo. Imagino que al salir es primavera, que ya ha pasado el invierno, que el buen clima ha alejado los malos tiempos.

Pero salgo del metro y sigue nevando, más intensamente por este barrio, que me parece inusualmente silencioso y solitario. Nadie por las calles oscuras, donde la nieve ya ha cuajado. Juega el Real Madrid y la gente se apretuja en los bares con televisión de pago. Un grupo de adolescentes se tiran bolas de nieve que recogen del capó de los coches aparcados.

La mezcla de sal, hielo y nieve dificulta mis pasos. Camino despacio, con cuidado de no resbalar. Arrecia la nevada y deseo llegar a casa, encender la calefacción, merendar roscón con chocolate y mirar cómo la nieve desdibuja el contorno del paisaje conocido.

Los perfiles de las cosas cambian con la nevada y Madrid parece una ciudad distinta, desconocida y lejana, varada en este tiempo tan lento de enero congelado, de invierno extraño.

jueves, 7 de enero de 2010

Chica de ciudad




Crecí en un lugar
sin árboles
       sin mar
             había un río, creo,
pero los patos volaron.

Mi paisaje
siempre fue de asfalto.

Edificios
       coches
             semáforos marcando el paso

No conocí otro pan
       que el del supermercado
y la fruta fresca
       la servían en bandejas.

Yo, que nunca fui chica de barrio,
me convertí
       en mujer de ciudad.

Enterré mis huellas en alguna acera
y cuando quise volver
no logré rehacer mis pasos.

Sigo perdida
       en estas calles.