La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

miércoles, 31 de agosto de 2011

Morir en Venecia (Fin de agosto en Madrid)

Ray Loriga narra algo sobre morir y soñar en Venecia y yo sólo pienso en huir.

Nada más regresar en ferragosto brotó la alergia en mi piel coloreada de mar. Días de tristeza y cansancio, en una ciudad amarilla y tóxica. Ahogo y claustrofobia a cuarenta grados, un aire irrespirable y sin posibilidad de gritar más fuerte. Mi alegría secuestrada por el entusiasmo ajeno, por la algarabía y el cántico, y mi espíritu imposibilitado para la empatía ni la comprensión. Mi cuerpo atrapado en mi propia casa y yo sin fuerzas ni ganas, queriéndome encontrar muy lejos, en otra parte, en cualquier lugar menos aquí y ahora, agotada, agostada. Mi energía arrebatada por el fervor de una muchedumbre extranjera invadiendo espacios que siento míos. Visiones alucinadas y apocalípticas a través de las pantallas. Una ciudad desconocida y asediada, una juventud que me hizo sentir vieja y extraña, desposeída de los lugares que tanto amo, que tanto vivo. Miedo de las calles cuando dejan de ser refugio y hogar y se vuelven infierno. Miedo de la gente, de las masas que gritan, de unos y otros. Miedo de la policía que vuelve al garrote vil para impartir injusticia y de los que insultan, de los que se arrodillan para rezar el rosario en medio de una plaza y de los que dicen “Os vamos a quemar como en el 36”.

Una parte de mí se quedó a medio camino, en tierra de nadie, en estos últimos días de agosto tan raros. Una espera entre el verano y la nada, con el calor pesado e insoportable de los días sin rojo en el calendario, cuando las vacaciones llevan el nombre de otro mes.

Una parte de mí sólo piensa en escapar. En perderme en Florencia y morir de belleza en Venecia. En no regresar. En enterrar los restos de antiguas vidas, incluso esta de ahora, en una isla y pasear el cortejo fúnebre en góndola por los canales, mientras un completo desconocido observa atento desde un puente y empieza a escribir una historia en su cabeza.



Estatua del ángel caído en el Parque del Retiro


lunes, 1 de agosto de 2011

Levedades de un domingo de verano

“La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas,
por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos”
-Don DeLillo-


Levantarse cuando el cuerpo lo pide, sin despertador ni alarma arrebatando el sueño de golpe, no antes de las doce. Ir caminando a comprar los periódicos dominicales y croissants recién hechos. Zumo de naranja recién exprimido y desayuno lento en la terraza, con una ligera brisa y un cielo tan azul que parece artificial sobre las adelfas de colores del jardín. Delicioso cuento de Ray Loriga para alegrar la mañana, leve y dulce, ligero y entrañable, para despedir el mes de julio. Se está tan bien que dudo entre ir a la playa o quedarme leyendo y terminar Cazadores de luz, la novela de Nicolás Casariego. La he devorado en una semana y quiero saber qué pasa con Malick y Stork. Esta novela me ha producido una sensación parecida a Tokio ya no nos quiere, que también leí aquí en un verano nada parecido a este, hace cuatro años. Un descubrimiento feliz y un deseo de leer más de N.C. Otro autor de esos de los que habla Holden Caulfield.

Termino de leer el periódico y decido playa. Llego cuando las familias de bien se recogen para comer. Primera línea de mar libre para mí. Baño largo, agua en calma, tan transparente que se ven los pececillos en el fondo, nado hasta perder la noción. Solo han pasado quince minutos que me han parecido una eternidad de calma y placer. Me seco al sol, bajo la música. No aguanto más de diez minutos – hoy la brisa es más caliente que fresca - y decido pasear por la orilla, con un sombrero que es novedad estival para mí. Yo, que siempre he buscado el sol, este año he de proteger mi rostro de él. Me he convertido en una mujer con sombrero o con gorra a todas horas y, curiosamente, me siento a gusto con el disfraz, como si jugara a serme infiel, permitiéndome ser un poco distinta. Vuelvo a bañarme, otros veinte minutos de sol, y hora de volver, calculando el tiempo del baño en la piscina – vacía, solo para mí, todos están comiendo o durmiendo la siesta -, de al menos diez largos y del secado correspondiente.

Mi madre ya está preparando la comida. Gazpacho y lubina (fresquísima, de la bahía, la pescan casi a diario) a la plancha con parrillada de verduras (de la huerta, compradas en el mercado de los viernes donde puede verse a Manuel Vicent eligiendo tomates maduros). Lo preparamos en la terraza, este verano está siendo clemente y comemos todos los días fuera. El primer trago de tinto de verano (escarchadito tras media hora en el congelador) sabe a gloria y el resto de la comida también. Variado de frutas de postre (melocotón, paraguaya y fresquilla). La sobremesa se alarga: café con helado y suplemento dominical, más algunos culturales atrasados. Es mi placer secreto del verano: durante el año se acumulan los suplementos sin que me dé tiempo a leerlos, o más bien es la falta de ganas y tranquilidad, y aprovecho estos días para seleccionar lo que me interesa y deshacerme del resto. Tres bolsas llenas he traído, ya he liquidado una.

Son casi las siete y media y, aunque no hace calor, apetece otro baño en la playa y un paseo, viendo la puesta de sol (que aquí, como la playa está orientada al norte, se mete sobre las montañas y no en el mar). Llegamos hasta el final de la playa (unos 3 km de ida, con la correspondiente vuelta) y volvemos antes de que oscurezca del todo, para aprovechar un último baño en la piscina. El agua a estas horas es puro caldo y estos últimos largos del día son de lo más relajante. Hoy no iremos al pueblo, como otros días, a picar algo o tomar un helado o un batido. Nos quedamos leyendo en la terraza.

Se levanta un viento fresco que ahuyenta a los mosquitos – este verano hay menos que otros años – y, venciendo la pereza, me animo a encender el ordenador por primera vez desde que estoy aquí. Me obligo a ello, casi, y me digo que no tengo ninguna necesidad de hacerlo. Estoy de vacaciones. Los días, que nunca son iguales, no se hacen monótonos aunque se haga casi lo mismo. Hay mucho por leer (en papel) y menos días de los que me gustaría. Así que creo que cierro por vacaciones.


Pd.- La foto que encabeza el blog es la de esta playa desde la que escribo, cuando atardece y se queda en calma.