La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

sábado, 10 de octubre de 2015

NOTAS DE NUEVA YORK




En su magnífico libro de viajes Ciudades en fragmento - cuya lectura es ya ritual ante cada nueva ciudad que visito - Ernesto Baltar cita un fragmento de El coloso de Nueva York, de Colson Whitehead:

"No importa cuánto tiempo lleves aquí, eres neoyorquino desde la primera vez que dices: "Aquello era el Munsey´s" o "Allí estaba el Tic Toc Lounge", cuando antes  de que pusieran ese cibercafé solías arreglarte la suela de los zapatos en el negocio familiar que ocupaba ese mismo sitio. Eres neoyorquino cuando lo que estaba antes es más real y está más vivo que lo que hay ahora".

Creo que es aplicable a cualquier ciudad occidental. A mí me pasa constantemente en Madrid, mi ciudad. Con los cines de mi infancia (Benlliure, Salamanca, Tívoli, Cid Campeador y los de la Gran Vía), con las discotecas y bares de mi adolescencia (Jácara y después todos los demás, hasta La Turba), con los restaurantes que cambian de dueño, de esencia y de nombre (El Cuatro de Xiquena, claro, quién nos iba a decir que echaríamos tanto de menos a Piero; La Galette de Conde de Aranda, por más que me guste L´Entrecot Café de París;  La Alpargatería o Da Cuchuffo, por nombrar algunos de reciente desaparición).

La fisonomía de las ciudades cambia y poco a poco van haciéndose irreconocibles. Al modernizarse se traicionan a sí mismas, como si renegaran de un pasado que de pronto les avergüenza, y se mimetizan en marcas globales que las despersonalizan. Hasta los turistas parecen los mismos en cualquier ciudad.


Afortunadamente, quedan los parques. Reductos que permanecen más inalterables al paso del tiempo. El Retiro y la Feria del Libro. Central Park y sus patos. Hasta Holden Caulfield podría reconocerse en ese lago que sigue helándose invierno tras invierno. 

domingo, 4 de octubre de 2015

PROMESAS DE OCTUBRE

Aún no es otoño en este octubre de proyectos y promesas, en este tiempo de verano prolongado. La oscuridad empieza a invadir las tardes cada vez más temprano, pero la temperatura sigue siendo razonablemente suave y esa tibieza nos mantiene relajados, como si nunca fuese a llegar el invierno.

El valor de una promesa reside en su capacidad para generar una ilusión que nos haga más llevadero el presente o para anticipar una emoción futura. Que se acabe cumpliendo o no debería ser lo de menos, por más que lo deseable es que así sea. Mientras dura la expectativa podemos permitirnos soñar. A veces uno se cansa de esperar y la promesa se vuelve mentira y decepción. Pero si lo esperado se lleva a cabo, hasta podemos darnos al exceso de ser felices.

Este octubre lleva la promesa de Nueva York en sus días. Un viaje prometido hace tiempo, anhelado y dilatado como deben serlo los grandes deseos; ganado y negociado como las gestas dignas de ser recordadas; programado con el detalle de las cosas importantes. Un viaje para cerrar un ciclo, para conjurar un miedo, para sellar un pacto.

Nueva York, 23 años después. Mi recuerdo de la ciudad está distorsionado por la inmadurez de mis 18 años, por la premura de un único fin de semana en una compañía poco adecuada y no elegida. Me acuerdo del calor - era julio -, de la bruma, de las compras - Ray-Ban, Swatch, Levi´s, una cazadora vaquera en GAP - ; de que subir a la Estatua de la Libertad me pareció un timo pero que pensé que podría quedarme contemplando el skyline eternamente; de comer en un McDonalds y en un italiano cutre y poco memorable de Little Italy; de la impresión que me causaba estar allí, bajo los edificios inabarcables de Manhattan; de lo que me gustó el Metropolitan y de la emoción de ver a los impresionistas de cerca; de un helado de proporciones inabarcables; de un atardecer rosado sobre Ellis Island.

Ganas de descubrir el Nueva York de mis 41, con unas cuantas ciudades, museos, helados y atardeceres más en mi mochila. El Nueva York de Holden Caulfield, claro, motivo de tantas cosas. El Nueva York de Harry y Sally, de Woody Allen, de Paul Auster, de Meryl Streep y Robert de Niro en "Enamorarse"; de Will, Mac, Don, Sloan, Charlie, Jim, Maggie y Neal; de  Rachel, Ross, Monica, Chandler, Joey y Phoebe; de Ted, Robin, Lily, Marshall y Barney. El Nueva York de después del 11-S que es, a la fuerza y para siempre, una ciudad distinta de la del siglo XX, mucho más que cualquier otra.

Cruzo los dedos para que haga sol, para que la luz avive los colores de los árboles otoñales de Central Park, el azul del Hudson y la Estatua de la Libertad, que el acero y el cristal destellen en lo alto. Pero quizá tampoco importe tanto si llueve. A fin de cuentas, Nueva York es también una ciudad en blanco y negro, un decorado grisáceo y sucio, un lugar en el que besarse bajo un paraguas, parar un taxi amarillo para no mojarse de vuelta a casa o verse reflejado en un charco de la Quinta Avenida.