Semanas destinadas a acontecimientos felices que se
retuercen y quedan inservibles, teñidas de tristeza y plomo, que se hunden poco
a poco y te arrastran sin resistencia posible cuando nada es dúctil. La incomprensión
que ahueca el alma hasta lo profundo, perforada por una maquinaria impasible y programada
que dicta sumisión.
El diente que muerde el labio y aprieta hasta hacer la peor
de las sangres, la más negra y amarga, la que envenena el tuétano con la
certeza de que no hay más imperativo que la supervivencia. Ahogarse con el
propio silencio, cuando no se respira más aire que la cobardía y la
capitulación se cierne como la única opción a la que agarrarse, rígido yugo que
agacha cabezas y doblega libertades con el rígido metal de la impunidad
acallando las gargantas.
Tal vez el fin del mundo era esto, esta muerte lenta de todo
lo que realmente importa: la libertad, la dignidad, el trabajo, la confianza,
la ilusión, la alegría, los afectos, las opciones. El fin de la vida que conocíamos tal y como la conocíamos. Lo que
antes era colchón se vuelve piedra, muro en el que cualquier posibilidad es sólo
golpe, grillete, garrote contra el inocente convertido por fuerza en esclavo.
Abandonad toda esperanza. Rabia. Aullido y grito. La náusea.
Joseph K en un laberinto imposible, vigilado por el Gran Hermano que sólo
entiende de relojes y cifras, de cuentas a rendir sin contraprestación, de
obligaciones sin recompensa, de deberes que jamás serán agradecidos.
La deshumanización como la epidemia más letal: la batalla contra
un enemigo sin rostro es una guerra perdida. El poder decreta su ley del
silencio, su esclavitud sin tapujos. Nadie a quien dirigirse. Ningún
interlocutor. Comunicación imposible. Fundido a negro.