La dignidad y la tristeza viajaban con él, cosidas a sus ojos. Como si estuviera acostumbrado a las miradas, a las risas, a los cuchicheos. Su zafia extravagancia rozaba lo patético, aunque conservaba un mínimo de orgullo para permanecer con la cabeza alta y la vista al frente, de pie junto a la pared de la estación.
Ni su corpulencia - casi metro noventa -, ni su indumentaria - revestida no obstante de una pátina de amor propio que le engrandecía - contribuían a potenciar su feminidad, si es que era eso lo que buscaba. La peluca morena se descolgaba lacia a ambos lados de su rostro hasta rozar los hombros, vencidos por el peso de unos brazos desproporcionados y unas manos grandes, huesudas, rematadas por unas uñas cortas, cuadradas, pintadas de un rojo intenso. La mano derecha se aferraba a la correa del bolso en un gesto típicamente femenino que sin embargo en él resultaba artificioso. El abrigo de paño marrón pasado de moda le quedaba corto de mangas y de la falda de lana que le asomaba por debajo colgaba un hilillo gris que se enredaba en las medias negras, muy tupidas, hasta rozar el empeine de unos zapatos enormes, sin tacón. El jersey de cuello alto no conseguía ocultar la nuez, prominente, indisimulable.
El maquillaje, suave, no terminaba de tapar la barba que ya, a última hora de la tarde, empezaba a despuntar. La contención en el colorete contrastaba con la profusión de rímel negro que alargaba las pestañas y con el rosa chillón que coloreaba sus labios, finos y sin perfilar, cerrados en una expresión que sin ser de desafío, ni de rebeldía, desvelaba un cierto matiz altivo.
Cuando las luces del metro asomaron por el túnel se acercó al borde del andén y creí reconocer un brillo de duda y ansiedad en sus ojos, como si un terrible pensamiento se hubiera adueñado de su imposible rostro. Me pareció que se inclinaba hacia delante y, en mi imaginación, le vi caer a la vía. Fue una falsa impresión que duró sólo un segundo. Cuando el tren paró y abrió sus puertas se dejó engullir por el vagón, mientras yo permanecía en el andén, inmóvil. Me saludó con la mano y sonrió, contrayendo su rostro en una especie de mueca, sin poder disimular el hilillo de resignación que resbalaba por las comisuras tristes de aquella boca, tan pintada, tan de color de rosa.
Ni su corpulencia - casi metro noventa -, ni su indumentaria - revestida no obstante de una pátina de amor propio que le engrandecía - contribuían a potenciar su feminidad, si es que era eso lo que buscaba. La peluca morena se descolgaba lacia a ambos lados de su rostro hasta rozar los hombros, vencidos por el peso de unos brazos desproporcionados y unas manos grandes, huesudas, rematadas por unas uñas cortas, cuadradas, pintadas de un rojo intenso. La mano derecha se aferraba a la correa del bolso en un gesto típicamente femenino que sin embargo en él resultaba artificioso. El abrigo de paño marrón pasado de moda le quedaba corto de mangas y de la falda de lana que le asomaba por debajo colgaba un hilillo gris que se enredaba en las medias negras, muy tupidas, hasta rozar el empeine de unos zapatos enormes, sin tacón. El jersey de cuello alto no conseguía ocultar la nuez, prominente, indisimulable.
El maquillaje, suave, no terminaba de tapar la barba que ya, a última hora de la tarde, empezaba a despuntar. La contención en el colorete contrastaba con la profusión de rímel negro que alargaba las pestañas y con el rosa chillón que coloreaba sus labios, finos y sin perfilar, cerrados en una expresión que sin ser de desafío, ni de rebeldía, desvelaba un cierto matiz altivo.
Cuando las luces del metro asomaron por el túnel se acercó al borde del andén y creí reconocer un brillo de duda y ansiedad en sus ojos, como si un terrible pensamiento se hubiera adueñado de su imposible rostro. Me pareció que se inclinaba hacia delante y, en mi imaginación, le vi caer a la vía. Fue una falsa impresión que duró sólo un segundo. Cuando el tren paró y abrió sus puertas se dejó engullir por el vagón, mientras yo permanecía en el andén, inmóvil. Me saludó con la mano y sonrió, contrayendo su rostro en una especie de mueca, sin poder disimular el hilillo de resignación que resbalaba por las comisuras tristes de aquella boca, tan pintada, tan de color de rosa.
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Nota de la autora: Quizá alguno también le hayáis visto alguna vez. Solía viajar en la línea 6 del metro de Madrid, la gris, ahora Circular.
12 comentarios:
Siempre quise escribir algo así... Es uno de los mejores blogs que he leído!!!
Seguiré buscando ese pedacito de ti, siempre que pueda.
Hasta pronto
realemnte cada vez que te leo pienso... si pudiera escribir algo tan maravilloso!!!!
abrazos
Te sigo leyendo, ETDN.
que descripción tan triste y maravillosa...
Terrible sensación la del que ve su alma prisionera con los barrotes de un sexo que no le pertenece.
Muy buen escrito, Etdn.Me ha gustado mucho y me ha enternecido.
Un beso muy grande.
Duele vivir una vida que no has buscado e intentar ser lo que deseas sin que la naturaleza te lo permita. Me encanta tu descripción.
Besos
Primero decirte que tu prosa es la leche, porque me has transportado al vagón, reviviendo esa imagen, muchas veces las miradas cuentan historias y no todos son capaes de leerlas, sólo los ojos que observan, que capatan esa esencia que escondemos tras el maquillaje.
Tal vez tu impresión no fue sólo eso y viste más allá de lo que esconden esos labios.
Un abrazo
P.D. Muchisimas gracias me hiciste feliz ayer.
uyyy, el comentario anterior es mío, olvidé cambiar el perfil de adictos al verso.
Buen final, sobretodo buen final...
Enhorabuena. Aquí había un metro, bueno, creo que existe pero no funciona. he visto de es@s en algún acantilado, más poético pero igual de terrorífico
muy bueno..un beso
F.J; ROX: Gracias por vuestras palabras. Me alegra que disfrutéis con las mías, saberlo me anima a seguir.
DON MICRO: No espero menos. Por cierto, tiene usted una risa preciosa al otro lado del auricular. Siga feliz, es una orden.
AYNE, MALENA, DASHINA: Gracias por seguir ahí, vuestros comentarios aportan y dan sentido. Se os quiere.
SANDRA: Me sonrojan tus halagos. Lo supuse por la posdata, pero gracias por la aclaración. Mi cumple es el 15. Besazo
JORDI: Gracias. Mejor el mar que el metro, sin duda. Cuidado con el poder adictivo de los acantilados y los cantos de sirenas.
FERNANDO: Un honor. Otro beso para ti.
Casualidades, el día de mi aniversario, jajaja, no creo que lo olvide.
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