La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

viernes, 3 de junio de 2016

CUADERNO DE NUEVA YORK (VII). LA EXPERIENCIA DE LO IRREPETIBLE

"Cambiaría el más bello atardecer del mundo 
por una sola vista de la silueta de Nueva York (...) 
¿Es genio y belleza lo que quieren ver? ¿Buscan un sentido de lo sublime? 
Dejadles que vengan a Nueva York, que vengan a la orilla del Hudson, 
miren y se pongan de rodillas"
Ann Ryand. "El manantial".



Jueves de sol radiante. Desayuno en Le Pan Quotidien de Bryant Park, al aire libre, al estilo neoyorquino. Plan del día: el MOMA. De camino, el escaparate de la tienda de la HBO dedicado por entero a Juego de Tronos llamándonos a gritos. Pero lo dejamos para más tarde, sabiendo que si entramos no van a ser sólo cinco minutos.

En el museo, un objetivo claro, otro de los motivos de este viaje: La noche estrellada de Van Gogh. Momento emocionante por su significado, más que por el cuadro en sí. Tantas veces visto, repetido, no impresiona demasiado y hay que compartirlo con otros tantos turistas que, como nosotros, no paran de hacerle y hacerse fotos. Sí impresiona el sabernos allí, admirando el original, cumpliendo promesas, sueños, deseos.



El edificio es otra obra de arte más, con las galerías que permiten asomarse y contemplar las exposiciones de la planta baja, los cuadros de las paredes, el jardín exterior, los rascacielos de enfrente.




Sorprende descubrir aquí Las señoritas de Aviñón de Picasso y las pinturas de Dalí. El famoso cuadro de los relojes deshaciéndose - "La persistencia de la memoria", se llama - es ridículamente pequeño. Un argentino pesado nos pregunta si es el original.

Grandes murales con nenúfares de Monet que no me gustan tanto como sus cuadros de menor tamaño.

Me gustan los cuadros garabateados de Pollock. Una pareja de españoles de mediana edad, en torno a los 50, discute delante de uno de ellos. Intentan hacerse un selfie. Ella le echa la bronca a él porque no es capaz de sacar una foto exactamente como ella quiere. Él replica que es imposible complacerla con las fotos. Me atrevo a intervenir y me ofrezco a hacerles la foto. Charlamos un rato, nos reímos, ella nos hace una foto a nosotros. Aunque todas las parejas se crean únicas, al final acabarán reproduciendo algún cliché, siendo reflejo de otras.

Las esculturas de Picasso son famosas. Hay carteles por la ciudad con la escultura de una cabra, convertida en icono. Las contemplo con curiosidad pero no me dicen nada.

La sala Warhol mola. Pero tampoco sé si lo que se ve impresiona por sí mismo o por la conciencia de estarlo viendo. Las latas de sopa Campbell. El retrato múltiple y multicolor de Marilyn. Un Elvis duplicado vestido de vaquero, disparando. Imágenes tantas veces vistas, repetidas hasta la saciedad, que uno ha interiorizado como obras de arte. Los originales indistinguibles de las copias. Quizá ese sea su valor. Pienso en Walter Benjamin, en el aura perdida de las obras de arte, en la mediatización cultural que determina lo que nos produce una impresión o una emoción.

El arte moderno no acabo de entenderlo. Una bandera de los Estados Unidos. Pues vale. (Aquí, la explicación: http://www.moma.org/collection/works/78805?locale=es)



Algo que no sé qué puñetas es y bautizo como "el sillón de pollas". Puede que sea ignorancia, pero casi todo me parece una memez en esta sala. Me pasa lo mismo con Arco. Tengo la sensación de ser la única que ve al emperador desnudo, donde los demás ven un fabuloso traje. Lo que se supone que es originalidad o arte o transgresión a mí me parece una tomadura de pelo.










Luego llegamos a la sala del videojuego. Interacción. O interactividad. Esas otras moderneces denominadas "instalaciones". Creo que tenía un trasfondo ideológico. La lucha entre el capitalismo y el comunismo. Un soldado del Ejército Rojo muy parecido a Super Mario lanzando latas de coca cola como armas de destrucción en escenarios de plataformas a lo Donkey Kong con fondos de Street Fighter (me pica la curiosidad e investigo. Gracias, Google, por esta información:

Nosotros solos en la sala. Se podía jugar. J. dentro del videojuego, formando parte de la obra de arte, disfrutando como un niño. Yo observándole, haciéndole fotos. Disfrutando también, de otro modo.



Otra instalación. Varios altavoces alrededor de un cajón o trozo de tarima de madera. En la pared, el mismo poster reproducido cinco veces en cinco tonos distintos (efecto Warhol otra vez). De fondo, una voz de mujer recitando o leyendo o dando un discurso que no entiendo pero cuya cadencia, junto con los posters, me dice algo. Me gusta. Me hace reflexionar. Y me quedo pensando en ese lema, que da título al conjunto:

Everything Else Has Failed! Don't You Think It 's Time for Love?


( La explicación de la obra, aquí: http://www.tanyaleighton.com/?pageId=221)


Se empieza a notar el cansancio. Son casi las dos y media. Salgo al jardín, mientras J. va a recoger las mochilas a la consigna. Hago fotos. Espero un rato, aburrida ya. No viene. Entro, con la máquina de reproches en modo on, en plan ¿perodóndeestabasquéhacíasporquéhastardadotanto? Al parecer, no le dejan salir con la mochila. Me ha mandado un guasap que yo no he visto.


Bajamos a la sala de cine. Está cerrada, pero en la antesala hay carteles de películas míticas y una exposición especial con la colección privada de posters de Scorsese. Fotografío tres: Laura, El Tercer Hombre, Scarface.

Hora de comer. Búsqueda de The Burguer Joint at Le Parker Meridien. Una hamburguesería (bastante cutre, por cierto) escondida en uno de los hoteles más chic de NY. Recorrimos la calle 56 y no lo encontrábamos. Debimos de pasar por delante al menos dos o tres veces, sin verlo. A la hamburguesería se accede por detrás de una gruesa cortina, bajando una escalera. Siempre hay cola. Hacemos la del turista y esperamos. 

El sitio es curioso: un sótano casi cochambroso, pequeño, con paredes de madera pintarrajeadas con frases varias y pósters de pelis y series míticas, un mostrador para pedir, con la oferta culinaria escrita a mano en cartones colgados de cualquier manera y mesas abarrotadas en las que la gente no se demora mucho. 



Las hamburguesas son buenas (difícil encontrar una mala aquí), pero tampoco espectaculares. Mola la experiencia  y tachamos de la lista otro de esos lugares de visita obligatoria según las guías. Pero no es para repetir.





De postre, el helado de Godiva deseado desde la víspera. De vuelta, la demorada visita a la tienda de la HBO. Camisetas de Juego de Tronos (entre muchas dudas, como siempre), una taza térmica y camaleónica, un regalo.

Llegada al hotel con el tiempo casi justo para ducharnos y arreglarnos para la cena. Una de esas cenas. En uno de esos sitios. Etiqueta (vestido, medias, zapatitos, chaquetas, corbata y así). Una estrella Michelín. Vamos en taxi, por supuesto. Atravesamos la ciudad, cruzamos por el puente de Brooklyn. And voilà: The River Café.

El sitio es elegante. Y rancio. Como un viaje en el tiempo a los años 80. Con sus mesas con sus manteles de tela rosa pastel, sus sillas de rafia, sus bouquets de flores, sus lamparitas, su pianista tocando en directo, sus familias de dinastías tradicionales (y republicanas) celebrando cumpleaños, sus grupitos de turistas de avanzada edad, sus parejas de amantes del tipo jefe-secretaria. Y nosotros allí, entre expectantes y desubicados, con la superioridad moral de quien convive con las experiencias culinarias más rompedoras y modernas, aunque no haya estado nunca, ni quizás quiera, de El Bulli, Quique Dacosta, DiverXo. Y yo, atragantándome con los precios cerrados del menú (y de los vinos, aparte). 




La comida, discretita. La langosta tirando a sosa. Las gambas salvajes, muy de cóctel ochentero. Del pastel de cangrejo (creo que pedimos eso), ni me acuerdo. El solomillo demasiado hecho, nada jugoso. Nada que ver con el vitello tonnato ni el solomillo del Grand Palais. O la pasta con trufa y la carne del Zá-Zá. O el filete del Café Sao Bento. Y el inevitable comentario palurdo: "Desde luego, como en España no se come en ningún sitio". Pero es que es verdad. Y del vino ni hablamos. Lo mejor, los postres. Ese puente de Brooklyn de chocolate le dio algo de originalidad a la cosa. Sin tirar cohetes, tampoco.


Pero, de nuevo, la experiencia valió la pena. Y la pasta. Porque esas vistas son espectaculares. Estás, literalmente, encima del East River y debajo del Puente de Brooklyn. Cenas viendo el agua y el skyline de Manhattan. De noche es único. Quizá ya no recuerde lo que comí, pero desde luego esa imagen, esa vista, esa noche, ese momento (y el significado de todo: el cómo llegamos hasta allí,  lo que quedó atrás, la manera de hacer las cosas, los detalles) no se me olvidará en la vida.





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