La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

lunes, 31 de octubre de 2011

Madrid, octubre (II)


Madrid, 30 de octubre de 2011



El Retiro bajo el último sol de octubre. La Belleza. Paseo lento, los árboles. Rincones. Me abstraigo del mundo, de la gente. Sólo me dejo distraer por el paisaje.


Pasear Madrid con ojos de turista. La ciudad, tan amada. La luz de mediodía. Qué lejos aquel octubre de 2009. Qué distinto todo. Qué distinta yo.




Deshago viejas rutinas. Estreno costumbres antiguas. No echo nada de menos. Qué sensación tan rara, la paz. Llevo la paz conmigo.




Dice mi madre que salgo contenta en las fotos. Puede que tenga que darle la razón. La felicidad, qué cosa más extraña.

La felicidad no es real, sólo existe la paz.





lunes, 10 de octubre de 2011

Madrid, octubre

Se alarga el verano en este octubre que es luz y promesa. No se vislumbra el otoño y la irrealidad se multiplica. Los 27 grados de la calle son una anacronía perturbadora. Las mujeres visten botas con tirantes; tienen ganas de invierno pero siguen luciendo hombros bronceados, aún no teñidos de la palidez que pintan los interiores a partir de noviembre. Los hombres sudan bajo las chaquetas, el implacable uniforme de oficina no entiende de estaciones. Las colegialas adolescentes destapan con descaro sus piernas bajo minifaldas grises o cuadriculadas que las vuelven más deseables que cuando se disfrazan con ropa de calle.

El sol calienta aún. No hay anticipo de lluvia, ni se la espera. Por las noches basta una colcha o un cuerpo al lado para sentirse a gusto, las manos se mantienen tibias lejos del mordisco del frío que habrá de llegar. Pero no ahora. No todavía.


El otoño es la estación que mejor le sienta a esta ciudad, que en los días más luminosos se vuelve dorada y para a contemplarse bajo un sol que acompaña y acaricia. La lluvia es clemente en octubre y noviembre, se acoge con gusto tras los rigores del verano y permite estrenar calzado y abrigo, desempolvar paraguas y sombreros. Madrid se convierte en pasarela elegante de mujeres que se gustan con sus ropas nuevas. Y a los hombres les sienta mejor la ropa de invierno, o de entretiempo, que la dejadez a la que obligan los rigores del verano. Con camisas, jerseys, cazadoras y zapatos o botas lucen más viriles.


Las tardes invitan a poblar los cafés o las casas ajenas, en busca de calor y compañía tras las idas y venidas del verano que mantienen más alejados o distantes a los amigos y las rutinas.

En octubre todo vuelve a su cauce, lejano el descontrol estival, el ajetreo y el desorden. Octubre es tiempo de calma, de los últimos paseos vespertinos antes de que caiga el sol con su implacable belleza. Los atardeceres progresivamente tempranos son tan hermosos que duelen; reflejan la nostalgia de lo que no fuimos y arrastran la melancolía de lo que ya nunca seremos, aunque siempre queda un destello de futuro en forma de esperanza. El cielo de la tarde estalla en rosas y púrpuras que no se parecen a los anaranjados del verano ni a los añiles del invierno y que invitan a soñar durante los últimos minutos del día, en un instante forzosamente feliz.

Los amaneceres son limpios y brillantes. El sol nace con ímpetu y el día se impone con valentía a la noche, cada vez más larga y oscura. El sol se eleva rabiosamente naranja y amarillo, en los días más claros. Si los amaneceres son por lo general hermosos, los del octubre madrileño los superan a todos.

No hay luz comparable a la de Madrid en octubre.

Incluso en este octubre tan raro, que aún parece septiembre, en este verano impropio que arrastra muertes prematuras y ya empieza a pesar en el cuerpo y en el ánimo.

Desde mi ventana



jueves, 15 de septiembre de 2011

Espíritu de viaje


No hay viaje menor, cada desplazamiento tiene su importancia. Toda ida exige un regreso y esa distancia, en ocasiones, es una aventura. También puede ser infierno, tragedia o abismo. Ulises regresó a un lugar que ya no le pertenecía. Su destino fue volver al punto de partida y el tiempo hizo el resto. El reto no fue sobrevivir al camino, sino al hogar que ya no le esperaba, que le recibió como a un extraño.


“El viaje sólo ignora una palabra, 'pasado', y sólo respeta una, 'destino'”, leo en Sombrero y Mississippi (Ray Loriga. El Aleph, 2010). Me he quedado enganchada a algunas frases de este libro extraño e incomprensible, tedioso y arduo por momentos, ingenioso e instructivo en otros.

Ningún viaje carece de un sentido, como ningún pensamiento es gratuito, aunque a veces no comprendamos su origen o su significado. Ninguna palabra puede ser retirada, una vez dicha. Permanece, aunque se opte por obviarse. No puede alegarse ignorancia de lo que se ha escuchado, aunque a veces uno elija el olvido, o éste se imponga por instinto o como escudo protector.

“Todo viaje responde a un plan, a la imaginación de un destino y a cierto conocimiento sobre las condiciones de la nave y la tiranía de los elementos”. (Sombrero y Mississippi)

Todo viaje es sabiduría. Suma experiencias y, en las ocasiones más afortunadas, recuerdos.

Todo viaje es una oportunidad de aprendizaje y conocimiento; de uno mismo, consigo mismo, y/o de los otros, de los más cercanos y de los desconocidos. O de los extranjeros, de su aspecto, sus costumbres, y, si el tiempo y las circunstancias lo permiten, de su carácter.

Todo viaje implica estar vivo y conviene también estar bien despierto. Para aprovecharlo todo, para que nada se escape.

Todo viaje revela nuestra personalidad. En cada viaje, por breve que sea, vamos escribiendo nuestra historia. Cada viaje implica toma de decisiones, improvisaciones, una determinada manera de hacer frente a los contratiempos.

Todo viaje conlleva su propia literatura. Un equipaje físico y uno espiritual. Ningún aspecto de la vida, cuando se nos revela, debe ser despreciado.

Los viajes que no se hacen también cuentan: en ellos nos definimos. Porque lo que deja de hacerse forma parte de nuestros recuerdos tanto como las vivencias rememoradas.

No, no hay viaje menor.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Morir en Venecia (Fin de agosto en Madrid)

Ray Loriga narra algo sobre morir y soñar en Venecia y yo sólo pienso en huir.

Nada más regresar en ferragosto brotó la alergia en mi piel coloreada de mar. Días de tristeza y cansancio, en una ciudad amarilla y tóxica. Ahogo y claustrofobia a cuarenta grados, un aire irrespirable y sin posibilidad de gritar más fuerte. Mi alegría secuestrada por el entusiasmo ajeno, por la algarabía y el cántico, y mi espíritu imposibilitado para la empatía ni la comprensión. Mi cuerpo atrapado en mi propia casa y yo sin fuerzas ni ganas, queriéndome encontrar muy lejos, en otra parte, en cualquier lugar menos aquí y ahora, agotada, agostada. Mi energía arrebatada por el fervor de una muchedumbre extranjera invadiendo espacios que siento míos. Visiones alucinadas y apocalípticas a través de las pantallas. Una ciudad desconocida y asediada, una juventud que me hizo sentir vieja y extraña, desposeída de los lugares que tanto amo, que tanto vivo. Miedo de las calles cuando dejan de ser refugio y hogar y se vuelven infierno. Miedo de la gente, de las masas que gritan, de unos y otros. Miedo de la policía que vuelve al garrote vil para impartir injusticia y de los que insultan, de los que se arrodillan para rezar el rosario en medio de una plaza y de los que dicen “Os vamos a quemar como en el 36”.

Una parte de mí se quedó a medio camino, en tierra de nadie, en estos últimos días de agosto tan raros. Una espera entre el verano y la nada, con el calor pesado e insoportable de los días sin rojo en el calendario, cuando las vacaciones llevan el nombre de otro mes.

Una parte de mí sólo piensa en escapar. En perderme en Florencia y morir de belleza en Venecia. En no regresar. En enterrar los restos de antiguas vidas, incluso esta de ahora, en una isla y pasear el cortejo fúnebre en góndola por los canales, mientras un completo desconocido observa atento desde un puente y empieza a escribir una historia en su cabeza.



Estatua del ángel caído en el Parque del Retiro


lunes, 1 de agosto de 2011

Levedades de un domingo de verano

“La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas,
por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos”
-Don DeLillo-


Levantarse cuando el cuerpo lo pide, sin despertador ni alarma arrebatando el sueño de golpe, no antes de las doce. Ir caminando a comprar los periódicos dominicales y croissants recién hechos. Zumo de naranja recién exprimido y desayuno lento en la terraza, con una ligera brisa y un cielo tan azul que parece artificial sobre las adelfas de colores del jardín. Delicioso cuento de Ray Loriga para alegrar la mañana, leve y dulce, ligero y entrañable, para despedir el mes de julio. Se está tan bien que dudo entre ir a la playa o quedarme leyendo y terminar Cazadores de luz, la novela de Nicolás Casariego. La he devorado en una semana y quiero saber qué pasa con Malick y Stork. Esta novela me ha producido una sensación parecida a Tokio ya no nos quiere, que también leí aquí en un verano nada parecido a este, hace cuatro años. Un descubrimiento feliz y un deseo de leer más de N.C. Otro autor de esos de los que habla Holden Caulfield.

Termino de leer el periódico y decido playa. Llego cuando las familias de bien se recogen para comer. Primera línea de mar libre para mí. Baño largo, agua en calma, tan transparente que se ven los pececillos en el fondo, nado hasta perder la noción. Solo han pasado quince minutos que me han parecido una eternidad de calma y placer. Me seco al sol, bajo la música. No aguanto más de diez minutos – hoy la brisa es más caliente que fresca - y decido pasear por la orilla, con un sombrero que es novedad estival para mí. Yo, que siempre he buscado el sol, este año he de proteger mi rostro de él. Me he convertido en una mujer con sombrero o con gorra a todas horas y, curiosamente, me siento a gusto con el disfraz, como si jugara a serme infiel, permitiéndome ser un poco distinta. Vuelvo a bañarme, otros veinte minutos de sol, y hora de volver, calculando el tiempo del baño en la piscina – vacía, solo para mí, todos están comiendo o durmiendo la siesta -, de al menos diez largos y del secado correspondiente.

Mi madre ya está preparando la comida. Gazpacho y lubina (fresquísima, de la bahía, la pescan casi a diario) a la plancha con parrillada de verduras (de la huerta, compradas en el mercado de los viernes donde puede verse a Manuel Vicent eligiendo tomates maduros). Lo preparamos en la terraza, este verano está siendo clemente y comemos todos los días fuera. El primer trago de tinto de verano (escarchadito tras media hora en el congelador) sabe a gloria y el resto de la comida también. Variado de frutas de postre (melocotón, paraguaya y fresquilla). La sobremesa se alarga: café con helado y suplemento dominical, más algunos culturales atrasados. Es mi placer secreto del verano: durante el año se acumulan los suplementos sin que me dé tiempo a leerlos, o más bien es la falta de ganas y tranquilidad, y aprovecho estos días para seleccionar lo que me interesa y deshacerme del resto. Tres bolsas llenas he traído, ya he liquidado una.

Son casi las siete y media y, aunque no hace calor, apetece otro baño en la playa y un paseo, viendo la puesta de sol (que aquí, como la playa está orientada al norte, se mete sobre las montañas y no en el mar). Llegamos hasta el final de la playa (unos 3 km de ida, con la correspondiente vuelta) y volvemos antes de que oscurezca del todo, para aprovechar un último baño en la piscina. El agua a estas horas es puro caldo y estos últimos largos del día son de lo más relajante. Hoy no iremos al pueblo, como otros días, a picar algo o tomar un helado o un batido. Nos quedamos leyendo en la terraza.

Se levanta un viento fresco que ahuyenta a los mosquitos – este verano hay menos que otros años – y, venciendo la pereza, me animo a encender el ordenador por primera vez desde que estoy aquí. Me obligo a ello, casi, y me digo que no tengo ninguna necesidad de hacerlo. Estoy de vacaciones. Los días, que nunca son iguales, no se hacen monótonos aunque se haga casi lo mismo. Hay mucho por leer (en papel) y menos días de los que me gustaría. Así que creo que cierro por vacaciones.


Pd.- La foto que encabeza el blog es la de esta playa desde la que escribo, cuando atardece y se queda en calma.