En el momento en que uno cuenta cualquier cosa,
empieza a echar de menos a todo el mundo.
-Holden Caulfield-
12 de octubre, Columbus Day. Lunes radiante. Hoy toca Central Park, uno de los objetivos del viaje (como si se necesitaran excusas para viajar a Nueva York). Subimos por la Sexta Avenida para avanzar hacia el norte. Al pasar por Bryant Park decimos que estaría bien desayunar ahí algún día (e increíblemente lo hicimos). Hay poco tráfico porque es festivo y las calles del Midtown están cortadas por el desfile, pero se ven muchos autobuses escolares que son como los de las películas: amarillos, grandes, pesados, antiguos. De camino a Rockefeller Center pasamos por los estudios de la NBC y el mítico Radio City Music Hall. En el Rockefeller Center están preparando la pista de hielo, que abre hoy, y programamos venir a patinar domingo o el lunes, los últimos días de nuestra estancia.
Salimos a la Quinta
Avenida a la altura de la Catedral de San Patricio y en las escaleras la plana
mayor eclesiástica de la ciudad bendice el desfile. Las majorettes no son nada
del otro mundo y tampoco le ponen mucho entusiasmo. Todo el mundo porta
banderas italianas y la mayoría de las carrozas tiene motivos italianos,
estadounidenses o latinoamericanos. En esta parte en la que estamos no se ve ni
una bandera española, ni nada que recuerde a España ni remotamente.
Lo más llamativo hasta ahora es una enorme hormigonera de color rosa desde la que reparten camisetas. Yo me peleo por una (¡premio para la nena!) y nos pasamos los siguientes 30 minutos corriendo detrás del camión (lo cual es difícil porque cada vez que hay que cruzar una calle hay que esperar a que la policía las abra o irse casi hasta la Sexta Avenida) para conseguir otra camiseta para J., pero no hay manera. Lo único que conseguimos es pillar un par de botellas de una especie de té helado con las que cargamos todo el día.
La tontería de la camiseta del
desfile nos retrasa casi una hora. La idea era llegar a Central Park antes de
comer, pero ya son más de las 2. Persistimos en nuestra incapacidad para ser
turistas disciplinados y nos saltamos constantemente nuestros propios horarios,
nuestro propio planning. Cervecita para reponer fuerzas y adentrarnos en el
parque. Toda la emoción y excitación de los sueños que se realizan felizmente,
de las promesas cumplidas, de los miedos superados. Central Park como símbolo
de tantas cosas, cuatro años y medio después de que aquel librito azul viera la
luz, más de cinco desde que alguien paseara el manuscrito en su mochila por
Praga. Central Park en un otoño que no lo parece, con un cielo azulísimo y
despejado, con árboles más verdes que rojizos, con un sol limpio y casi 25
grados de temperatura.
Y yo, eterna niña con caprichos
de adolescencia no superada, me empeño en subir a los caballitos del carrusel. Única adulta sin niños en el tiovivo, pero con ese libro azul que es lo más parecido a un hijo que llegaré a tener. Quizá debería sentirme un poco avergonzada, pero es que estamos en Nueva York y estoy contenta y puedo permitirme tonterías como esta. Ilusión infantil y anacrónica, emoción de colores al ritmo de la música repetitiva y machacona.
de adolescencia no superada, me empeño en subir a los caballitos del carrusel. Única adulta sin niños en el tiovivo, pero con ese libro azul que es lo más parecido a un hijo que llegaré a tener. Quizá debería sentirme un poco avergonzada, pero es que estamos en Nueva York y estoy contenta y puedo permitirme tonterías como esta. Ilusión infantil y anacrónica, emoción de colores al ritmo de la música repetitiva y machacona.
Alrededor, verde de árboles, luz de tarde, J.
disparándome con la cámara. A lomos de un caballo de plástico, la vida dando
vueltas.
Erramos el camino buscando Strawberry Fields y el círculo del Imagine y tenemos que volver sobre nuestros pasos. El edificio Dakota está en obras; ni siquiera merece la pena hacer una foto, es todo andamio. Llegamos al lago en busca de patos, pero no vemos ninguno.
Tampoco damos con el puesto de perritos adecuado para pillar uno y sentarnos en cualquier lado, aunque al final acertamos. Avistamiento de patos, ratito de descanso y comida en The Loeb Boathouse. Más de las 4 ya. En nuestra línea.
Siguiente parada: estatua de Alicia y los niños salvajes, vertiginosamente encaramados a ella. A una niña se le ha subido el vestido y se le ven las bragas. Me sorprendió esa libertad de los niños neoyorquinos: nada está prohibido pero son, en líneas generales, bastante respetuosos. En el parque todo bastante limpio en general. Y otro detalle sorprendente: en ningún baño público de Nueva York (y cuando una está de viaje y todo el día fuera visita unos cuantos), ni por supuesto en cafeterías o restaurantes, no falta nunca ni papel higiénico ni jabón ni toallitas para secarte y/o secador de manos que funcione. Eso y que te sirvan un vaso de agua fría en cuanto te sientas a la mesa de un restaurante son razones suficientes para amar esta ciudad de manera incondicional.
De postre compramos unos pretzel
que no nos parecieron para tanto. Y por fin los patos. En el Tourtle Pound (sí,
también hay tortugas). No estaban y de repente aparecieron en formación, en
coreografía que parecía ensayada. El sol dorado de las cinco de la tarde, los
colores del otoño, montones de fotos. A eso habíamos venido, al fin y al cabo.
Después de pasear el libro por los parques (y los patos) de media Europa ya
tocaba llegar al origen de todo. A los auténticos patos de Central Park, que en
otoño aún permanecen en los lagos.
Para sosegar la emoción nos
sentamos en el césped frente al Castillo de Belvedere, con buenas vistas al
lago y a dos típicas americanitas de picnic con su perrito tras un día de
compras que intentaban hacerse un selfie y no había manera de que el perro
posara como ellas querían.
Cayó la tarde y la temperatura y había que levantarse porque aún quedaba mucho parque y pronto empezaría a anochecer. En la esquina, un tentador puesto de gofres. Y una considerable cola. La dependienta no sonrió ni una sola vez... hasta que nos tocó el turno y nos habló en español. Nos contó que su familia era de Ecuador (o tal vez fuera Guatemala), fue extremadamente amable y se rió bastante con nosotros. Nos sentamos en uno de esos bancos dedicados que tiene el parque, enfrente de uno de sus muchos campos de béisbol, a disfrutar del gofre, ese invento tan delicioso como difícil de comer dignamente, sin acabar manchada de chocolate por todas partes o con los dedos pringosos.
Aunque ya es de noche es pronto todavía, las siete. Paramos en el Apple Store de la Quinta Avenida y caminamos hacia el este, para coger el teleférico que para en Roosevelt Island y va pegado al Queensboro Bridge. En el camino, un edificio en obras cuyas lonas reproducían frases sobre NY de escritores famosos - detalles así son los que hacen único cada viaje - y el curioso edificio de Bloomberg.
Cogemos asiento en
la ventanilla trasera de la cabina y el espectáculo es alucinante: las luces de
la ciudad alejándose en perspectiva, mientras el teleférico se eleva. Otra vez
Blade Runner, un escenario futurista, una imagen clavada en la retina. Fotos y
vista del skyline desde Roosevelt Island. El puente es el que sale en la peli
de Manhattan, donde Woody Allen y Diane Keaton tienen esa conversación sobre los
amaneceres de NY.
Tomamos el paseo hacia el sur. Enfrente destaca el Empire State iluminado en rojo, blanco y verde, los colores de la bandera italiana. Un paisaje que uno no se cansa de mirar. A la vuelta, persiste la excitación de montarse en atracciones de feria, los edificios con sus luces acercándose esta vez, todas esas ventanas estallando ante los ojos.
Tomamos el paseo hacia el sur. Enfrente destaca el Empire State iluminado en rojo, blanco y verde, los colores de la bandera italiana. Un paisaje que uno no se cansa de mirar. A la vuelta, persiste la excitación de montarse en atracciones de feria, los edificios con sus luces acercándose esta vez, todas esas ventanas estallando ante los ojos.
Cena en el P.J. Clarke ´s de la Tercera. Un buen recuerdo. Local vintage, camarera entrada en años y en carnes, que nos atiende con una curiosa mezcla de simpatía, paciencia y condescendencia, y una hamburguesa con salsa de champiñones para chuparse los dedos. Y el descubrimiento del ketchup Sir Kensington, el más delicioso que he probado nunca.
Frío y cansancio, mucho cansancio, de vuelta al hotel. Apenas quedan fuerzas para una foto al Empire State desde la terraza del hotel. Ni siquiera nos apetece una copa.
Nota.- El pasado fin de semana cayó sobre Nueva York la segunda mayor nevada de su historia. Hasta 68 cm. de nieve en algunos sitios. Veo las fotos de esos lugares que yo recuerdo con tanto sol y me parece una ciudad distinta. Hay imágenes de indudable belleza, Central Park nevado parece un lugar de cuento. La gente hace muñecos de nieve en Times Square. Me parece todo hermoso y mágico, pero esa no es la ciudad en la que yo estuve.
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