La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

lunes, 28 de mayo de 2012

Tiempo de feria





Voy a la Feria del Libro desde que tengo memoria. Festín de mayo y junio, de brazos al aire y verde en los ojos. La algarabía alegre al salir del colegio, merienda de jamón de york dulce y termo para rellenar en la fuente de la Rosaleda. El Retiro, mi paraíso de la infancia aunque entonces no lo supiera como ahora. El pulmón por el que respiro y paseo, pienso, hablo, comparto, atravieso, sueño, creo, invento la felicidad al ritmo de pasos sin rumbo y sin prisa. Entonces era el premio de las tardes de primavera, el calor ya acechando y la luz de las seis, las siete, de pronto tan limpia. Marionetas en el Palacio de Cristal, primera consciencia de la dicha de recibir historias, casi antes de conocer el cine. Y siempre los libros, cuando la Feria no estaba instalada en el paseo de coches sino en el lateral, al lado de los jardines de Cecilio Rodríguez. Barco de Vapor, Alfaguara juvenil, Bruguera, Molino. La compra adelantada de los libros de vacaciones, a las puertas del curso casi cerrado. El ansia de ir pidiendo pegatinas y marcapáginas en cada caseta, con ese tesón incansable de los niños a los que aún no les cuesta pedir las cosas. Y, por lo general, rostros amables, sonrisas incluso en las negativas. El olfato de intuir en qué casetas preguntar y en cuáles no, pequeños aprendices de detective, con afán de aventura. Conseguir una chapa equivalía a encontrar un tesoro. Un año, o dos, no lo recuerdo bien, pusieron un circuito de mini karts en el paseo de coches y yo no me cansaba de montar, una y otra vez. Los sábados por la tarde de feria del libro tenían ese aire especial de fecha señalada, me gustaba estrenar algo, unos zapatos o unos calcetines o un polo nuevo, como cuando se celebra una fiesta. Gloria Fuertes siempre firmaba, mientras bebía incansable un whisky tras otro y decía que era té. De otros autores no me acuerdo, sólo de los amigos de mi padre, que solían dedicarme libros: Chiqui de la Fuente, Joaquín Aguirre Bellver, Carlos Jiménez. Después la cena fuera, el trinaranjus sin hielo, las croquetas y la tortilla en algún bar. 

 Creo que ningún año he dejado de ir. Ni siquiera en la adolescencia, edad de desencuentros con tantas cosas. Hacía mi lista de libros de la feria con antelación y seguía esperando la cita como si fuera la primera de mi vida. Llegó el tiempo de recolectar las primeras firmas, en mis propios libros. Y cada año la feria más masificada, más agobiante, más feria que nunca, más fiera, más firmas. Autores famosos y famosos-autores. Pero siempre un rato para escaparme a la feria, incluso en plenos exámenes, un pequeño respiro para empaparme de otros libros, los no obligatorios, los que buscaba por placer, los que no requerían memoria para un examen, sino la lectura sin más. 

 Desde hace unos años la feria es sinónimo de amigos. Amigos escritores que firman, amigos editores a pie de feria llueva o haga sol, amigos libreros. Una forma nueva de vivirla, desde el otro lado, desde dentro hacia afuera, con acceso a casetas, a fiestas editoriales. Una cita anual que produce la excitación del encuentro con un amante, algo intenso y esporádico, tres semanas que durarán meses, alargándose en el recuerdo de lo vivido o en la imaginación de lo proyectado hasta el año siguiente. Algo, en fin, irrenunciable.





miércoles, 16 de mayo de 2012

"Los alemanes se vuelan la cabeza por amor", de María Zaragoza



Así comienza Los alemanes se vuelan la cabeza por amor, la última novela de María Zaragoza: 


  “Nos reuníamos en la Plaza para comentar las últimas novedades de política y masturbación desde que teníamos memoria, y con el paso de los años el dominio de la segunda había ido dejando paso a la primera como por arte de magia. Al principio éramos muchos, aunque las bodas, novias y demás catástrofes naturales habían ido dejando hueco irresolubles. Los más se fueron perdiendo por el camino de los niños y las hipotecas y no fueron capaces de volver a encontrar la Plaza”.


 Mi reseña en Culturamas:



Y mis frases destacadas de la novela:


"Siempre parecemos huir cuando en realidad nos acercamos irremediablemente a lo que nos asusta".


"La amistad es una de esas cosas que no pueden supeditarse al posible será, sino que están construidas de presentes discontinuos en los que todo lo que sucede cuenta, aunque se intuya el desastre".


"La vergüenza y la autoflagelación son egoístas, se alimentan de sí mismas y ciegan a sus víctimas sin dejarles ver que, aunque lo más difícil de cometer un error es saber perdonarse a uno mismo, quizá sería de gran ayuda apoyarse en el perdón de los demás".


"El silencio que se hace tras sus palabras es consolador y cálido, como si existiese perdón en las frases cuando hablar jamás perdona en realidad".


"No se escatima el esfuerzo empleado para desaprovechar oportunidades. El ser humano es así, un eterno caer en el vacío póstumo que deja la opción echada a perder".

  
"La gente a la que se lo quitas todo,  a la que tan solo le dejas arrastrar su vida, pierde el alma con facilidad. La fiebre de la carestía absoluta vuelve a la gente peligrosa".

"Bienaventurados los que viven en una montaña rusa porque son los únicos capaces de disfrutar del vértigo de la caída".



La presentación de la novela será mañana jueves 17 de mayo a las 20 horas en Tipos Infames (C/San Joaquín 3). 


miércoles, 9 de mayo de 2012

EL HOMBRE DEL PIANO (Relato)



Rescato un viejo relato del taller. El tema era escribir un relato basándose en una canción. Lo rescato con cierto oportunismo porque acabo de enterarme que hoy ha sido el cumpleaños de Billy Joel.

***

Los hombros del joven pianista languidecen bajo el peso de una chaqueta que le viene grande y la pajarita ahoga su nuez prominente. Esboza una sonrisa un poco bobalicona sin venir a cuento y ejercita los dedos de las manos, moviéndolos arriba y abajo, como tentáculos que no acabara de controlar. William apura el vaso de un trago y antes de que levante la vista el camarero ya le ha preparado el siguiente whisky.

-John, ponle una copa al muchacho.
-Gracias, señor, pero no bebo estando de servicio.

William ríe ante la gravedad del chico, que parece tomarse su trabajo muy en serio.

-¿Es que eres policía? Tus dedos responderán mejor con un poco de líquido, chico. Y tu mente también.
-No, señor. No bebo, ya se lo he dicho.

William bebe desde que tiene memoria. Lo anterior fue la infancia, de la que ni se acuerda. Después, la música y el vaso indefectiblemente unidos a la diversión, a las chicas y al dinero. El éxito vino más tarde y duró demasiado poco, como la juventud y las amistades que volaron cuando la fama se esfumó y no hubo billetes con que esquivar el fracaso.

-¿Y cómo aguantas?
-¿Aguantar el qué, señor?
-Todo. La juventud, el piano, la vida.
-A mí me gusta tocar el piano. Y creo que a la gente le gusta lo que toco. Además me pagan por ello.

Hay arrogancia en el muchacho. Y puede que no le falte ambición. Es tan joven que puede permitírselo todo y creérselo todo también.

-¿Cómo te llamas, chaval?
-Michael, señor. Michael Corniff.
-¿Desde cuándo tocas?
-Desde que era pequeño.
-¿Y qué tocas?
-De todo, señor. Lo que me piden.

Los aplausos embriagan más que el whisky. William lo sabe bien. El alcohol disipa y divierte, invita a enloquecer y a olvidar, pero su efecto es efímero; pasa y como mucho deja dolor de cabeza, de estómago y de huesos. La borrachera que proporciona el aplauso del público es una sensación única, intensa y diferente cada vez, permanece y engancha como la peor de las drogas; se busca, se desea, se necesita con desesperación una vez se ha probado. Y cuando desaparece se añora como un amor perdido.

-¿Cuántos años tienes, Mike?
-Es Michael, señor. Mi nombre es Michael. Michael Corniff. Diecisiete.
-Toca algo, muchacho.
-No puedo. Aún no son las nueve. Empiezo a tocar a las nueve.

William pide otro whisky. El joven burócrata que se dice pianista le desconcierta. Él se recuerda apasionado, un poco atolondrado, nervioso e impaciente en sus primeras actuaciones, en tugurios no muy distintos a este. Cómo olvidar las ganas y el ímpetu de entonces, cuando todo era novedad y descubrimiento. Cómo olvidar la inseguridad que cosquilleaba los dedos y martilleaba la cabeza después, al repasar los fallos, las imprecisiones. El afán de perfección que de manera implacable siempre acababa mostrando su reverso de culpa esculpida en alguna de las caras de las monedas, pocas, que los parroquianos echaban al bote. El deseo de impresionar mezclado con el impulso de ser original y la obligación de demostrar talento, aportando algo suyo, por mínimo que fuese, a los temas de siempre. Y, por encima de todo, la ilusión. La ilusión de sentarse al piano cada noche y sentirse vivo.

El local empieza a llenarse de parejas de mediana edad, algunas más jóvenes, y grupos de veinteañeros atraídos por la novedad de asistir a un espectáculo pasado de moda. Gente muy correcta, de clase media, de costumbres programadas.

El repertorio incluye temas modernos y clásicos de los últimos treinta años, junto a alguna melodía de siempre, todo instrumental. El chico solo toca, no canta. A mitad del espectáculo sale una chica que pone voz a las canciones.

William, que hace mucho tiempo fue simplemente Bill, se siente extraño y fuera de lugar. Hace una seña y el camarero le sirve la siguiente copa.

-¿Qué ha sido de nosotros, John? ¿Qué fue de tu sueño de ser actor? Nunca te vi en ninguna película. Paul escribió una novela que nunca publicó y se suicidó a los cuarenta. Dave se volvió loco en la guerra. ¿Y aquella camarera rubia? Nunca debí dejarla escapar. Creo que estaba enamorada de mí.

El camarero corre a atender a otro cliente, en el extremo opuesto de la barra.
La gente aplaude correctamente, sin entusiasmo, la actuación.
William levanta la voz de viejo borracho.

-Eh, muchacho. ¿Conoces Piano man? Tócala para mí.