La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

jueves, 21 de marzo de 2013

A LOS HOMBRES FUTUROS (BERTOLD BRECHT)



Porque vivimos en tiempos sombríos.
Porque es necesaria la palabra, y la poesía.
Porque al final la primavera siempre llega 
y más vale que nos pille alerta.
Siempre estamos desarmados ante el futuro
y siempre habrá alguien que nos haga pasado. 


Madrid, 21 de marzo de 2013.
Día  Mundial de la Poesía.
Ayer entró la primavera. 

1

Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
Es insensata la palabra ingenua. Una frente lisa
revela insensibilidad. El que ríe
es que no ha oído aún la noticia terrible,
aún no le ha llegado.

¡Qué tiempos estos en que
hablar sobre árboles es casi un crimen
porque supone callar sobre tantas alevosías!
Ese hombre que va tranquilamente por la calle,
¿lo encontrarán sus amigos
cuando lo necesiten?

Es cierto que aún me gano la vida.
pero, creedme, es pura casualidad. Nada
de lo que hago me da derecho a hartarme.
Por casualidad me he librado. (Si mi suerte acabara, estaría perdido.)
Me dicen: «¡Come y bebe! ¡Goza de lo que tienes!»
Pero ¿cómo puedo comer y beber
si al hambriento le quito lo que como
y mi vaso de agua le hace falta al sediento?
Y, sin embargo, como y bebo.

Me gustaría ser sabio también.
Los viejos libros explican la sabiduría:
apartarse de las luchas del mundo y transcurrir
sin inquietudes nuestro breve tiempo.
Librarse de la violencia,
dar bien por mal,
no satisfacer los deseos y hasta
olvidarlos: tal es la sabiduría.
Pero yo no puedo hacer nada de esto:
verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.




Llegué a las ciudades en tiempos del desorden,
cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

Mi pan lo comí entre batalla y batalla.
Entre los asesinos dormí.
Hice el amor sin prestarle atención
y contemplé la naturaleza con impaciencia. Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

En mis tiempos, las calles desembocaban en pantanos.
La palabra me traicionaba al verdugo.
Poco podía yo. Y los poderosos
Se sentían más tranquilos sin mí. Lo sabía.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

Escasas eran las fuerzas. La meta
estaba muy lejos aún.
Ya se podía ver claramente, aunque para mí
fuera casi inalcanzable.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

3

Vosotros, que surgiréis del marasmo
en el que nosotros nos hemos hundido,
Cuando habléis de nuestras debilidades,
pensad también en los tiempos sombríos
de los que os habéis escapado.

Cambiábamos de país como de zapatos
a través de las guerras de clases, y nos desesperábamos
donde sólo había injusticia y nadie se alzaba contra ella.
Y, sin embargo, sabíamos
que también el odio contra la bajeza desfigura la cara.
También la ira contra la injusticia
pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros,
que queríamos preparar el camino para la amabilidad
no pudimos ser amables.
Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos
en que el hombre sea amigo del hombre,
pensad en nosotros
con indulgencia.


BERTOLD BRECHT 



lunes, 11 de marzo de 2013

11 DE MARZO DE 2004 (de Los Patos de Central Park)



"Echo de menos Madrid. La cercanía de la playa, el olor a mar y una casa con jardín no son méritos suficientes para hacerme amar esta ciudad a la que no pertenezco. Aprecio las ventajas de su tamaño mediano, el ahorro de tiempo en los desplazamientos cotidianos y la posibilidad de recorrerla caminando para llegar a cualquier sitio con rapidez, pero me muevo por sus calles con distancia de turista, con el desapego de quien se sabe de paso. Qué le voy a hacer si yo nací en Madrid, y no en el Mediterráneo. Mi niñez no juega en una playa, ni siquiera en una acera, sino en un patio de colegio y en los columpios del Retiro. Mis veranos no huelen a sal ni a brea, sino a cloro de piscina y a césped recién cortado, a pino y a barbacoa en un pueblo serrano, al pie de una montaña, con un pantano que nunca me hizo desear otro mar. 

 Añoro el ruido de Madrid. Pitidos, frenazos, ambulancias, semáforos que pían al ponerse en verde, gente que habla a gritos. Una algarabía que ahora me falta, que siento como un vacío en mis oídos. Aquí a los madrileños nos reconocen porque alzamos la voz, protestamos, exigimos rapidez y perfección en todo. Llevamos la prisa adherida a la piel y ni el agua salada logra agrietar esa impaciencia. Dicen que el once de marzo de 2004 lo peor fue el silencio de la ciudad. Madrid, siempre tan bulliciosa, calló. Conmocionada, se quedó sin voz durante unas horas y sólo el ulular de las ambulancias rompió la quietud de una ciudad en silencio. A la espera. Sin fuerzas para gritar, con la angustia atravesando las calles de punta a punta y la náusea en la boca del estómago. La muerte pasa en ambulancias blancas, pongamos que hablo de Madrid. Sabina no acertó. Ese día la muerte viajaba en vagones de tren y durante unas horas atravesadas el aterrador sonido de las ambulancias transportó atisbos de esperanza, de vidas que aún podían salvarse. Fue el ruido contra el silencio de la muerte. 

 Eso dicen. Ese once de marzo yo sólo era capaz de dormir. Lo único que deseaba era cerrar los ojos para olvidar, quedarme bajo las sábanas para no enfrentarme a la vida. Con mis padres de viaje, sola en casa, pude permitirme jugar a desaparecer. Descolgué el teléfono y apagué el móvil. No quería saber nada de un mundo que no me trataba todo lo bien que yo esperaba. Con las persianas bajadas, las ventanas y las puertas cerradas, no me enteré de lo que sucedía a no más de un par de kilómetros de mi propia casa. No sentí las bombas. Los vecinos dicen que las paredes temblaron con la explosión de la calle Téllez. Pero yo no me desperté hasta bien entrada la tarde, no encendí la televisión, no hablé con nadie, no miré a la calle, no oí las ambulancias. Algunas ciudades, en determinados momentos, son como desiertos. Uno permanece aislado y solo. Encerrado en una habitación que equivale a no estar. Encapsulado en un espacio y lejos de todo. Aunque las paredes ofrezcan la narración sonora y pormenorizada de la cotidianeidad de los vecinos, ese rumor acaba por hacerse eco y dejamos de prestarle atención. No me enteré de lo que pasó hasta el día siguiente. Ese viernes doce de marzo salí a la calle a mojarme y a llorar por otros, después de días de hacerlo sólo por mí, tras recibir la llamada de Rebeca el 29 de febrero."


(de Los Patos de Central Park. Alfaqueque, 2011.)