La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

jueves, 31 de diciembre de 2015

MEMORIAS INVENTADAS DE 2015


2015 ha sido el año de lo inesperado. Hubo viajes más o menos improvisados, convalecencias indeseadas, encuentros fuera de lo común y desencuentros aún más sorprendentes.

INVIERNO

Empezó enero, después de ese año tan raro que fue 2014, con alegría y euforia, con ilusión y esperanza, con un optimismo impropio de los inviernos. 

Se adelantó la primavera y a principios de marzo corrió el jamón, el vino, las risas y la buena compañía en una comida en la terraza, donde se gestó un viaje que no estaba previsto.

Semana Santa. Lisboa. Amigos. Bastaron esas palabras mágicas para activar las ganas. Oferta en un  hotelazo y la aventura de viajar en tren nocturno para inaugurar abril. Días de luz y de pequeños placeres, que son los más grandes. Cataplana de marisco frente al mar, gintonics a la orilla del Tajo, una cazadora de ante rojo, Lisboa en sus ojos a ritmo de fado.


PRIMAVERA

En mi cumpleaños strogonoff, cervezas,  lluvia y hasta llamadas que no esperaba. Tres días de celebración y aunque no estuvieron todos los que son, son todos los que estuvieron. Dos nuevos compañeros en casa que siempre sonríen.

Después Roma, con sus maravillas, su caos, su encanto, su agobio, su arte, su cansancio. Una camiseta pretenciosa que al final no compré. Unos cuantos paseos por callejuelas estrechas. Las recomendaciones de Enric González. Fútbol en un bar. Helados a cualquier hora, cafés en terrazas y Spritz antes de cenar. Canciones de misa en mi cabeza al entrar en el Vaticano y la sintonía de Juego de Tronos en la sala de los mapas de los Museos Vaticanos. Las estatuas de las Musas. Las salas de Rafael y el 3D antes del 3D. Búsqueda de libros. Un ataque de risa histérica que me despertó de un sueño, o tal vez fuera una pesadilla: en mí prevalece la torpeza de confundirlo todo. Fotos en Villa Borghese. Patos y cannoli.
 
Final de mayo y ganas de bailar. Pero confundí todos los pasos. Yo creí que danzaba a ritmo de tango y resultó tongo. Perplejidad y decepción, incredulidad y confusión por haber malinterpretado todas las señales, sin saber si toda la torpeza fue mía o del malevo que se dejó querer y me hizo creer en la literatura envenenada del baile y las canciones, de las comedias románticas y las novelas de grandes pasiones. Al final todo quedó en la historia del artista que se vuelve vulgar al bajarse del escenario, en el recuerdo de lo que fue y lo que pudo haber sido.

Feria del libro gafada a lo grande. Fiestas a las que no fui que se solaparon con cumpleaños y karaokes sin mí, tristes desencuentros y citas fallidas, una fiesta a la que sí fui, incubando ya la fiebre. Después mucho dolor, un domingo en urgencias y directa a un quirófano. Junio empezó mal y lo acabé enferma, alejada de las piscinas, el verano fuera y yo sin poder salir de casa.

  
VERANO

Julio empezó a ritmo de Los Secretos en un concierto ansiado y memorable y otro íntimo surgido por sorpresa gracias a amigas generosas. Fuera las baladas tristes, los ojos de gato cobarde y las rancheras para perdedores. Llegó la hora de animarse y de reinterpretar los clásicos que nunca mueren con más energía que nunca. "Déjame", irónica y oportuna. "Ponte en la fila" como nuevo himno para venirse arriba. Dos tardes felices.

En julio esquivé el calor y alguna bala a tiempo que se cruzó en mi trayectoria, aún tiernas las cicatrices de junio. Busqué el cañón de esa pistola y coqueteé con nuevas heridas, pero me bastó el fogueo de unos días muy locos y una velada surrealista azuzada por el aburrimiento de un sábado con ganas de emociones de verano para huir de ese duelo.

Vacaciones aplazadas y por fin el mar que calma.

En agosto traslado temporal de despacho en un entorno curioso que hizo que el tiempo pasara más rápido y otra vez huida al mar. Visitas esperadas y encuentros con amigos. Otro verano feliz de pequeños placeres y tranquilidad de hogar.

Empezó septiembre con sorpresa y ansia, posibilidades inesperadas y planes abiertos, ganas de diversión y de adentrarse en mundos desconocidos, preparativos de viaje, ilusiones y ganas.

Y otro año más una fiesta en la terraza para despedir el verano de la mejor manera, dejándose ser en amistad.


OTOÑO

Tiempo de cruzar un océano en busca de los patos de Central Park, antes de que el invierno los hiciera desaparecer. Un viaje para recordar. Otra ciudad a la que volver. Lo que significó esa cena, a pesar de lo poco memorable de la comida. Una canción -esa canción- y un baile en un GAP. Aún dura el jet lag emocional.

Fue duro el regreso. Otra vez la fiebre, un resfriado inoportuno y el destino riéndose de mí. La realidad contra el deseo. El querer y el (no) deber. ¿Sensatez o cobardía? Silencios, ausencias, huidas. La perplejidad, de nuevo.

Terminó octubre con otro cumpleaños feliz y esta vez sí: el lugar apropiado y la compañía perfecta. Cena y caipirinhas. El deseo secreto de que no nos cansemos nunca de celebrarnos.

Noviembre primaveral y días de campo. La sencillez de lo primario. Una primera vez. El peso de un arma en mis brazos, la presión en el hombro, la difícil estabilidad, el estruendo del disparo, mi nula puntería. Ganas de más. La historia de mi vida.

Reunión anual del Bremen y la tradicional borrachera, la maldita última copa de garrafón en el Destino, la resaca mortal de domingo. Vestigios de juventud, aunque ya no seamos jóvenes. Intentos de retrasar la edad adulta, si es que eso existe, si es que eso significa algo más allá de asumir responsabilidades que no siempre uno es consciente de haber elegido.

NAVIDAD 

Diciembre empezó sin fuerzas y sin defensas. Resfriado de tres días en cama. Ganas de nada. Poco espíritu navideño este año, nada que ver con el anterior. Nada de cartas a los Reyes a la luz de las velas; nada de adornos ni belén. Desidia pura. Un rincón improvisado in extremis: un portal con lo que más quiero. Recuerdos de personas, lugares, momentos. Todo lo que es importante para mí está en ese nacimiento atípico. Todo cambia y hay que adaptarse. De nada sirve aferrarse a las rutinas porque ninguna dura para siempre. Y la tradición, como las reglas, está hecha para acabar saltándosela alguna vez. Este año cambié fiesta de Nochevieja por cena de Nochebuena y resultó una de las mejores noches de Navidad que recuerdo.



Esta noche brindaré por mantener ese rincón mío. Por incorporar más paisajes, emociones, placeres, descubrimientos, amigos. Por los que aún me leéis.


Feliz año. Que 2016 sea benévolo y os trate bien. 


domingo, 20 de diciembre de 2015

CUADERNO DE NUEVA YORK (III) - CONTRALUCES DE DOMINGO

En Manhattan caben todos los mundos posibles, 
y todos los pasados y todos los presentes.
-A. Muñoz Molina. "Ventanas de Manhattan"- 


Despertar en la cama de la habitación y ser consciente de que el sueño es real: Nueva York a nuestros pies. La excitación de lo nuevo, la ciudad por descubrir. Todo el tiempo del mundo por delante, cielo limpio, sol de verano en un otoño que se viste de primavera para darnos la bienvenida. Los mapas, las guías, el reparto de los días y las cosas por hacer: esa agotadora tarea del visitante novato, del turista disciplinado.

Decidimos ir a desayunar a Doughnut Plant, en la 23. Yo sigo hipnotizada por la ciudad. Las luces de la noche han dado paso a los reflejos de sol en los paneles de cristal de los rascacielos. Bajamos por la Sexta Avenida, llamada también Avenue of the Americas. Atravesamos los puestos de comida de Greeley Square y prometemos desayunar ahí otro día. Todas las veces que pasamos por ese lugar durante el viaje dijimos lo mismo. Por supuesto, nunca lo hicimos.

Muchos escaparates tienen ya adornos de Halloween. En una frutería las calabazas se amontonan en la acera, custodiadas por unos graciosos espantapájaros de trapo y paja. Yo me fijo en todo. Hago un chiste fácil, procaz y poco gracioso al pasar por un restaurante de comida italiana, que se convierte de inmediato en otro clásico del viaje y repito cada vez que bajamos la calle.



En la 23 torcemos a la derecha, escudriñando los números entre edificios en obras. En Nueva York hay casi más edificios en construcción o restauración que terminados y sin andamios. Cruzamos como españoles, por en medio de la calle. El local es minúsculo y está lleno, son casi las doce de un domingo. El zumo de naranja es estupendo y te lo dan en una botellita de plástico, de manera que puedes llevártelo si quieres. El capuccino, con su espuma y su dibujo de hojas, es de los mejores cafés que probamos allí. Y la caminata para desayunar ha merecido la pena: los donuts son cojonudos y hay mil variedades. Yo doy rienda suelta a mi cleptomanía cobardica y arramplo con un montón de varillas largas para remover bebidas, que entre unas cosas y otras iré perdiendo a lo largo del viaje cada vez que saco algo de la mochila.




Aprovecho para repasar mi guía de cosas que ver y deduzco que no debemos de estar lejos del Hotel Chelsea, en esa misma calle. Salimos del local y al comprobar el número vemos que es justo el edificio contiguo, casi irreconocible por los andamios. Alegría y alborozo. Echamos un rato haciendo las fotos de rigor, bastante deslucidas por el aparataje de hierros y nos dirigimos hacia la Quinta Avenida.









En la esquina de la 23 con la Quinta se ubica una Lego Store. Me atrapa el enorme escaparate y una especie de efecto proustiano de vuelta a la infancia. Mi infancia es construcciones de Lego, que todavía guardo en casa de mis padres, con sus planchas de carreteras, sus casas, su estación de policía y de bomberos, sus señales de tráfico y sus árboles que parecían todos de Navidad. En el primer ventanal, una especie de NY en miniatura. En los siguientes, dos enormes grafittis con emblemas de la ciudad y una Estatua de la Libertad. Todos hechos con piezas de Lego, claro. Dentro continúa el festival: anaqueles con la evolución de la ciudad en diferentes épocas; unos colonos saludando desde la antorcha de la Estatua de la Libertad, un Gandalf de tamaño casi humano, un dragón. Y cajas y cajas de distintas temáticas: Star Wars y Batman son las que más abundan. Fascinación y más fotos. Entusiasmo infantil, un poco injustificado. La certeza de que nunca dejamos de ser niños. La determinación y el deseo de no perder esa capacidad de asombro y de disfrute, tan primaria, tan esencial. No compramos nada, dejando los antojos para una próxima visita.






A la salida, el mediodía radiante, cálido y soleado, sobre el Madison Square Park. El Flatiron casi a contraluz, imposible contemplarlo sin guiñar los ojos cegados por un sol rabioso. Bajamos por la Quinta Avenida, al principio en sombra de rascacielos y tiendas, luego bañada en luz a medida que nos acercamos al Arco de Washington. Bullicio de domingo casi veraniego alrededor de la fuente del Washington Square Park. Una chica negra que se ha despojado de la ropa permanece tumbada en el suelo, cubierta por una toalla, en un acto reivindicativo contra la violación. Parada técnica en un banco a la sombra para consultar el mapa y decidir los siguientes pasos de nuestra ruta. La cerveza más cara del mundo: una lata de Heineken caliente de 8 dólares, fruto de la típica cagada del turista ignorante haciendo el tonto con la nevera del hotel.



Curioseamos por los Mews y bordeamos el parque, bajando por Mcdougal hasta Bleecker Street. Un paisaje distinto, tanto que parece otra ciudad, más antigua, de otro siglo, más europea, con el sabor de algunos barrios bohemios de Londres o París. Edificios de ladrillo rojo o marrón, de tres o cuatro alturas, con comercios coquetos y restaurantes pequeños y bulliciosos, con sus menús de colores en las pizarras triangulares de la calle. Nada que ver con la modernidad futurista del Midtown ni con la elegancia estirada de la Quinta. Hay algo de familiar en la calidez del barrio, cierta vida que no se encuentra más al norte. Estamos entre el Soho y Greenwich Village, en su apogeo dominical. Paseamos por sus calles cortas, las típicas casas con sus escaleras y un patio minúsculo o un pequeño jardín, algunas de ellas en sótanos. Me llaman la atención esas trampillas abiertas delante de las tiendas o restaurantes que albergan almacenes, señalizadas con conos fluorescentes de color naranja y con escaleras tan empinadas que da vértigo sólo asomarse. Me gusta el paseo y me imagino viviendo una temporada en una de esas casas. 


Tiramos de recomendación de guía turística y acabamos comiendo en la pizzería de Joe ´s, a una hora ya tardía para los horarios neoyorquinos. La pizza es grande y artesanal, al horno de leña, buena pero no memorable. Mola el local y los camareros y cocineros son todos latinos.

Vamos hacia la calle Hudson con la idea de tomar café y una copa en el White Horse Tavern, el típico lugar donde escritores bohemios y borrachos apuraban sus noches y sus días, la barra de donde se despegó Dylan Thomas para ir a morir al Chelsea Hotel. El local resulta ser un sitio sin glamour ninguno y petado de gente, así que seguimos por Hudson arriba hasta llegar al High Line.



El Meatpacking disctrict, donde hasta hace poco se ubicaban los mataderos en una zona portuaria en la orilla del río Hudson ahora es una zona moderna, juvenil y bulliciosa, con mercados de comida orgánica y frutas muy monas y galerías de arte montadas en lofts diáfanos a ras de calle. Todo muy chic y molón, pero cual metro en hora punta a primera hora de la tarde del domingo.











El High Line es un paseo original, construido aprovechando las antiguas vías elevadas del tren. Corre paralelo al río y es fantástico porque vas viendo la ciudad desde arriba, a un lado, y el Hudson al otro. En el trayecto están los típicos puestos de mercadillo y algunos de bebida y helados y también obras de arte urbano insertadas en el paisaje.

Hay un momento en el que el paseo corre contiguo a las casas, muy cerca, tanto que casi puedes asomarte a algunas de ellas. En algunas hay gente. Me da pudor y desvío la vista, pero ellos no parecen inmutarse. O no les importa o ya están acostumbrados.



Al final del paseo, las cocheras de trenes y rascacielos en construcción. Como si la ciudad se deshiciera sólo para tener que volver a construirse. Andamios y enormes grúas como dinosaurios del siglo XXI que forman parte del paisaje neoyorquino. El sol agonizante de la tarde se refleja en los ventanales de cristal y la imagen es poco fotogénica pero hay algo de magia en ese instante, un halo especial en esa luz dorada  que va virando del naranja al rosa, del rosa al violeta, del violeta al añil, hasta que empiezan a encenderse las luces y se hace la noche sin que uno apenas se dé cuenta porque aún no son las siete de la tarde, demasiado pronto para tanta oscuridad.

 


Ese primer atardecer en Nueva York, con el sol poniéndose en los edificios de la otra orilla del río Hudson, queda vivo en la retina. Los helicópteros que realizan vuelos turísticos sobre la ciudad despegan y aterrizan en esa zona de los muelles; sus siluetas se recortan a contraluz y son inofensivas y casi bellas pero a mí me resultan inquietantes, porque cuando en Madrid veo helicópteros nunca presagian nada bueno: o es la policía sobrevolando la ciudad  - imposible desligarlos de aquel zumbido constante en los días posteriores al 11-M - o es un incendio cercano o, si te pilla debajo en un día de lluvia y no tienes cuidado tu flamante paraguas puede quedar completamente destrozado.


Hay dolor de pies, y ampollas que laten y requieren de tiritas, y empieza a notarse el frío incómodo de la noche y la humedad del río, pero el momento es bello y especial, y permanecemos allí, como intentando detenerlo, hasta que los agentes de seguridad nos echan porque van a cerrar el High Line y nadie puede quedarse.



Volvemos caminando al hotel por la 34, sorteando obras primero y coches y gente y puestos de comida después, con la vista dividida entre la parte de arriba - el edificio del New Yorker, el Empire State - y los parkings, las tiendas y escaparates a ras de calle. J. me cuenta que ser dueño de un parking en Manhattan es uno de los negocios más prósperos en Nueva York y  bromeamos con  la idea de poner uno y hacernos ricos.

La parte baja de la calle 34 parece de otra época y yo me siento como en los 80 o los 90. Un Wendy, un Seven Eleven, negocios que en España ya no existen y en los que yo me dejé mi adolescencia. Después el bullicio de la zona más comercial del Midtown: Penn Station, Herald Square y ahí tomamos la Sexta, que es ya como nuestra calle de referencia para llegar hasta el hotel, en la 37. 



Volvemos a salir para cenar y la cena es poco memorable, pero el día acaba con un gintonic en la terraza del hotel, bajo la luz, hoy blanca, del Empire State.