¿Volverán de nuevo
las olas atlánticas a estrellarse
contra esas rocas rojizas que fueron Nueva
York
y que no lo serán ya cuando nada venga a turbar el silencio
de un mundo
agitado durante un instante?
- Paul Morand. 'Nueva
York'-
Martes, 13 de octubre.
No hubo boda, pero sí un ferry al final del día: ida al
atardecer, vuelta ya de noche, con todas esas luces encendidas, los rascacielos
iluminados a los que volver una y otra vez, atontados como mosquitos topando
contra el cristal de una bombilla.
Un día que empezó con un desayuno tardío que iba a ser un
brunch y que finalmente fue un almuerzo en toda regla en The Harold. Croque Monsieur para mí y Croque Madame para J.
El suyo con huevo frito. Los dos con ensalada y patatas fritas, enormes, a lo
americano. Zumo de naranja y capuchino para mí (gigante y pasable). Café solo
(bastante flojito, al parecer) para J.
Más de las 12.30 cuando salimos de allí. Sin estar cubierto
del todo, el sol no luce como en los días anteriores. Esta luz como velada es
la que recuerdo de la otra vez que estuve en Nueva York y que no fue memorable.
Agosto, calor, humedad pegajosa y esa especie de neblina. Pero ahora es
octubre, no hay humedad y la temperatura sigue siendo agradable, a pesar de las
nubes.
Seguimos por la Sexta hacia el sur (los chistes repetidos al
pasar por los mismos sitios, etc.). Las lechugas crecen en los alcorques de los
árboles de Nueva York. Seguramente no son lechugas, pero lo parecen y me llama la
atención, porque son muy verdes y vistosas.
A medida que bajamos el paisaje va
cambiando. Permanecen los taxis, los coches de bomberos, pero la ciudad se va
haciendo diferente. Los rascacielos van dando paso a casas más bajas, de cuatro
o cinco alturas como mucho, de ladrillo rojo, anaranjado, marrón, con ventanas
simétricas y escaleras de incendios en las fachadas; las tiendas de souvenirs
van desapareciendo y se ven más tiendas de todo tipo, supermercados, cafeterías
más pequeñas, más cutres. Los depósitos de agua coronan las azoteas, cada vez
más bajas. Todo parece más pobre, menos lustroso, más sucio. También la gente
cambia. Más población de barrio, menos oficinas, menos ejecutivos y turistas.
A la altura de la calle 11 aparece un edificio que parece un castillo de Disney. Es la Jefferson Market Library, ahora biblioteca pública y antigua cárcel y Palacio de Justicia. Nueva York esconde sorpresas así. De repente, donde menos te lo esperas, o donde menos pega, aparece un edificio catalogado como histórico. O una iglesia de estilo neogótico. Algo absolutamente anacrónico y discordante con todo lo que le rodea. O parquecillos minúsculos al final de una manzana, con algunos columpios, bancos, árboles.
Un poco más abajo, el IFC Center, que conserva la marquesina del antiguo teatro Waverly. Teatros transformados luego en cines que conservaron la fachada característica, esa que se ve en las antiguas películas de Hollywood: en forma de triángulo, con letras de palo negras sobre fondo blanco anunciando la obra o la película de estreno. Ahora es una sala de cine independiente y escuela de cine. La fachada es fea, tirando a cutre. Ni rastro del glamour de las películas de antaño. Quizá sea la luz grisácea, que no acompaña.
Seguimos hacia el sur, hasta llegar a Canal Street. Dejamos a la derecha el Holland Tunnel y seguimos por Canal Street hacia la izquierda. Con esa manía tan propia de los turistas de compararlo todo con escenarios conocidos, no puedo dejar de pensar que esta parte de la ciudad me recuerda vagamente a la calle Bravo Murillo, entre Cuatro Caminos y Plaza Castilla. Alvarado, Tetuán. Ese ambiente de comercio barato de barrio, de zona un poco descuidada, algo sucia. De escaparates tapadera que a saber qué esconden en sus trastiendas. De mirar instintivamente a los lados y pegar bien el bolso al cuerpo. Por si acaso, me pongo la mochila en la parte de delante, protegiéndola como si fuera un bebé. Es incómodo, pero me hace sentir más segura. Bajamos un poco, hasta Broadway St., que tomamos camino de Wall Street.
En Broadway un montón de tiendas con descuentos y saldos que intento apuntar mentalmente para volver: zapatillas Converse, vaqueros Levi´s, gafas Rayban. Contengo las ganas de entrar porque ya es tarde y aún queda para llegar a nuestro objetivo de hoy: Wall Street, la zona cero, el One World Trade Center. Sólo entramos en una tienda molona de cachivaches de Nueva York y de Estados Unidos en general, en la que no compramos nada. Caen cuatro gotas que no van a más y al fondo el sol luce entre nubarrones aislados que en ningún momento cubren un azulísimo cielo.
Llegamos hasta Chambers St. Ya estamos en el corazón administrativo de la primitiva Manhattan, cuando aún era Nueva Amsterdam. Sí, fue un holandés el que compró el terreno a los indios, hasta que los ingleses se hicieron con el control y el rey se la donó a su hermano, el duque de York (gracias, Wikipedia). Edificios majestuosos y bien conservados, con enormes escalinatas, arcos, columnas y frontispicios con lemas, dibujos y relieves. A la derecha, los juzgados. Al frente, las oficinas del Ayuntamiento. Un poco más a la izquierda una plaza bordeada por el Tribunal Federal y el Tribunal Supremo del Estado de Nueva York, en cuyo frontispicio se lee: "La verdadera administración de justicia es el pilar más firme del buen gobierno", frase atribuida a George Washington (gracias otra vez, Wiki).
Delante, una fuente con un modernísimo y, en mi opinión, ambiguo, monumento. "El triunfo del espíritu humano", se llama y, al parecer, según explica en una placa el autor, un tal Lorenzo Pace, está dedicado a los esclavos desconocidos y sin nombre que trajeron de África al país y representa un antílope macho y otro hembra propio de la máscara chi wara de la tribu Bambara de Mali. Mi superficial y calenturienta mente y mi mirada sucia veían un consolador gigante. Juzguen ustedes, improbables lectores:
Rodeando el Ayuntamiento, bajamos por Park Row, con las efémerides año por año insertas en el suelo, hasta Fulton Street, donde está St. Paul ´s Chapel. Un recinto raro en la vorágine de Nueva York. Se trata de la iglesia más antigua de Manhattan y se ha salvado de sucesivas catástrofes, conservándose ilesa. Desde el incendio de 1776 hasta la caída de las Torres Gemelas, situadas justo enfrente. Es una capilla cuca, de ladrillo marrón, con un cementerio a modo de jardín, con hierba muy verde, pájaros y unos banquitos donde sentarse a descansar o incluso rezar. Un rincón que invita a pararse, a tomarte tu tiempo. A contemplar la zona cero, justo enfrente.
Nubes y sol, a ratos, conformando un cielo de puzzle y apocalipsis. El reflejo en la enorme torre del One World Trade Center. La zona cero todavía en obras. (Leo que el intercambiador de transportes diseñado por Santiago Calatrava se inaugura la semana que viene. Y, como todo lo de este hombre, es desmesurado y horrendo). Un reguero de turistas que van y vienen, que se agolpan alrededor de los dos monumentos homenaje a los caídos el 11-S, dos fuentes en forma de cascada subterránea que en realidad son dos enormes huecos: los de las Torres Gemelas. Los nombres de los muertos tallados en bronce. Algunas rosas sobre el metal. Los rayos del sol clavándose en el centro de uno de los cuadrados. Impresiona estar allí. Saber lo que pasó. Haberlo vivido, aunque fuera a salvo, a distancia, por la tele. La gente se hace selfies, en una atracción turística más. A mí me parece algo impúdico. Me incomoda incluso hacer una foto en la que aparezca algún nombre. Pero la rosa blanca sobre el bronce oscuro me parece una imagen bella y pulso el botón, como todos.
Sigue el baile de luces y sombras entre el sol y las nubes cuando nos metemos en el One World Trade Center (WTC). El mayor rascacielos de la ciudad, el más alto del hemisferio occidental y el sexto del mundo. Una altura total de 541 metros (equivalentes a 1776 pies, año de la independencia de los Estados Unidos), que sin la antena son 417 metros. 104 plantas de altura, 94 útiles.
No hay cola. Y de nuevo nos asombra el sentido del espectáculo que tienen los organizadores de los edificios turísticos de esta ciudad, haciéndote sentir que merece la pena la entrada que has pagado. 32 dólares. Unas pantallazas te dan la bienvenida en tu idioma. Luego te hacen ir por salas de exposición donde te cuentan cosas del edificio, de su construcción, y donde hay hasta una reproducción de sus cimientos; pasar un fotocall donde te hacen una foto a la que insertan un chroma (y que, por supuesto, te cobran a la salida. No la cogimos, valía 29,99 dólares, pero salíamos estupendos) y subir en un ascensor vertiginoso (dura 60 segundos) con proyecciones en todas las paredes de la cabina con las vistas de la ciudad en diferentes épocas, desde su fundación hasta hoy. Hasta llegar al WTC Observatory.
La ciudad, el infinito y más allá, a nuestros pies. Sus cuatro costados. Sentir NY, otra vez. Casi no creérmelo, otra vez. Fotos, un vídeo. Más fotos, con el libro. Más asombro. Juegos de luces y sombras sobre la maqueta que estamos contemplando. Ahora nubes, ahora sol, ahora lluvia, ahora no. El río Hudson, la Estatua de la Libertad, los puentes sobre el East River, Manhattan, el cielo, desde el cielo. Hora y media on the top of the world.
Después, Wall Street. Que es una callejuela bastante fea. Miles de chinos alrededor del toro, para tocarle los huevos. Dicen que da suerte. Por supuesto, cumplimos con el ritual. Con ese y con el de dejar que un paquistaní de un puesto de perritos de Battery Park nos timara. Pero nos lo comimos mirando al río, felices, como turistas ociosos y disciplinados, calculando la hora del atardecer para coger el ferry de State Island.
No fue un atardecer muy espectacular. Unas suaves pinceladas
rosadas asomando entre las nubes, al pasar por la Estatua de la Libertad. El
cielo añil besando los rascacielos del sur de Manhattan. Y a la vuelta, todas
las luces encendidas. Como un escaparate de Navidad. Como un hechizo de
sirenas. Y mi sonrisa asomando al mar, con la felicidad al fondo.
Después, tras un momento malo a causa de una lentilla
díscola y a pesar del cansancio y el hambre, locura en el Century21, al que
fuimos por casualidad por el descuento de la entrada del WTC. No compramos
nada, pero nos quedamos con ganas de volver.
Con las fuerzas justas, y equivocando la salida de metro,
llegamos al famoso Katz´s Delicatessen. No me recordó nada al que salía en la
peli. Había mucha cola para pedir. Y los sandwiches, enormes, estaban buenos,
pero no tanto como para fingir un orgasmo.
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