La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

domingo, 20 de diciembre de 2015

CUADERNO DE NUEVA YORK (III) - CONTRALUCES DE DOMINGO

En Manhattan caben todos los mundos posibles, 
y todos los pasados y todos los presentes.
-A. Muñoz Molina. "Ventanas de Manhattan"- 


Despertar en la cama de la habitación y ser consciente de que el sueño es real: Nueva York a nuestros pies. La excitación de lo nuevo, la ciudad por descubrir. Todo el tiempo del mundo por delante, cielo limpio, sol de verano en un otoño que se viste de primavera para darnos la bienvenida. Los mapas, las guías, el reparto de los días y las cosas por hacer: esa agotadora tarea del visitante novato, del turista disciplinado.

Decidimos ir a desayunar a Doughnut Plant, en la 23. Yo sigo hipnotizada por la ciudad. Las luces de la noche han dado paso a los reflejos de sol en los paneles de cristal de los rascacielos. Bajamos por la Sexta Avenida, llamada también Avenue of the Americas. Atravesamos los puestos de comida de Greeley Square y prometemos desayunar ahí otro día. Todas las veces que pasamos por ese lugar durante el viaje dijimos lo mismo. Por supuesto, nunca lo hicimos.

Muchos escaparates tienen ya adornos de Halloween. En una frutería las calabazas se amontonan en la acera, custodiadas por unos graciosos espantapájaros de trapo y paja. Yo me fijo en todo. Hago un chiste fácil, procaz y poco gracioso al pasar por un restaurante de comida italiana, que se convierte de inmediato en otro clásico del viaje y repito cada vez que bajamos la calle.



En la 23 torcemos a la derecha, escudriñando los números entre edificios en obras. En Nueva York hay casi más edificios en construcción o restauración que terminados y sin andamios. Cruzamos como españoles, por en medio de la calle. El local es minúsculo y está lleno, son casi las doce de un domingo. El zumo de naranja es estupendo y te lo dan en una botellita de plástico, de manera que puedes llevártelo si quieres. El capuccino, con su espuma y su dibujo de hojas, es de los mejores cafés que probamos allí. Y la caminata para desayunar ha merecido la pena: los donuts son cojonudos y hay mil variedades. Yo doy rienda suelta a mi cleptomanía cobardica y arramplo con un montón de varillas largas para remover bebidas, que entre unas cosas y otras iré perdiendo a lo largo del viaje cada vez que saco algo de la mochila.




Aprovecho para repasar mi guía de cosas que ver y deduzco que no debemos de estar lejos del Hotel Chelsea, en esa misma calle. Salimos del local y al comprobar el número vemos que es justo el edificio contiguo, casi irreconocible por los andamios. Alegría y alborozo. Echamos un rato haciendo las fotos de rigor, bastante deslucidas por el aparataje de hierros y nos dirigimos hacia la Quinta Avenida.









En la esquina de la 23 con la Quinta se ubica una Lego Store. Me atrapa el enorme escaparate y una especie de efecto proustiano de vuelta a la infancia. Mi infancia es construcciones de Lego, que todavía guardo en casa de mis padres, con sus planchas de carreteras, sus casas, su estación de policía y de bomberos, sus señales de tráfico y sus árboles que parecían todos de Navidad. En el primer ventanal, una especie de NY en miniatura. En los siguientes, dos enormes grafittis con emblemas de la ciudad y una Estatua de la Libertad. Todos hechos con piezas de Lego, claro. Dentro continúa el festival: anaqueles con la evolución de la ciudad en diferentes épocas; unos colonos saludando desde la antorcha de la Estatua de la Libertad, un Gandalf de tamaño casi humano, un dragón. Y cajas y cajas de distintas temáticas: Star Wars y Batman son las que más abundan. Fascinación y más fotos. Entusiasmo infantil, un poco injustificado. La certeza de que nunca dejamos de ser niños. La determinación y el deseo de no perder esa capacidad de asombro y de disfrute, tan primaria, tan esencial. No compramos nada, dejando los antojos para una próxima visita.






A la salida, el mediodía radiante, cálido y soleado, sobre el Madison Square Park. El Flatiron casi a contraluz, imposible contemplarlo sin guiñar los ojos cegados por un sol rabioso. Bajamos por la Quinta Avenida, al principio en sombra de rascacielos y tiendas, luego bañada en luz a medida que nos acercamos al Arco de Washington. Bullicio de domingo casi veraniego alrededor de la fuente del Washington Square Park. Una chica negra que se ha despojado de la ropa permanece tumbada en el suelo, cubierta por una toalla, en un acto reivindicativo contra la violación. Parada técnica en un banco a la sombra para consultar el mapa y decidir los siguientes pasos de nuestra ruta. La cerveza más cara del mundo: una lata de Heineken caliente de 8 dólares, fruto de la típica cagada del turista ignorante haciendo el tonto con la nevera del hotel.



Curioseamos por los Mews y bordeamos el parque, bajando por Mcdougal hasta Bleecker Street. Un paisaje distinto, tanto que parece otra ciudad, más antigua, de otro siglo, más europea, con el sabor de algunos barrios bohemios de Londres o París. Edificios de ladrillo rojo o marrón, de tres o cuatro alturas, con comercios coquetos y restaurantes pequeños y bulliciosos, con sus menús de colores en las pizarras triangulares de la calle. Nada que ver con la modernidad futurista del Midtown ni con la elegancia estirada de la Quinta. Hay algo de familiar en la calidez del barrio, cierta vida que no se encuentra más al norte. Estamos entre el Soho y Greenwich Village, en su apogeo dominical. Paseamos por sus calles cortas, las típicas casas con sus escaleras y un patio minúsculo o un pequeño jardín, algunas de ellas en sótanos. Me llaman la atención esas trampillas abiertas delante de las tiendas o restaurantes que albergan almacenes, señalizadas con conos fluorescentes de color naranja y con escaleras tan empinadas que da vértigo sólo asomarse. Me gusta el paseo y me imagino viviendo una temporada en una de esas casas. 


Tiramos de recomendación de guía turística y acabamos comiendo en la pizzería de Joe ´s, a una hora ya tardía para los horarios neoyorquinos. La pizza es grande y artesanal, al horno de leña, buena pero no memorable. Mola el local y los camareros y cocineros son todos latinos.

Vamos hacia la calle Hudson con la idea de tomar café y una copa en el White Horse Tavern, el típico lugar donde escritores bohemios y borrachos apuraban sus noches y sus días, la barra de donde se despegó Dylan Thomas para ir a morir al Chelsea Hotel. El local resulta ser un sitio sin glamour ninguno y petado de gente, así que seguimos por Hudson arriba hasta llegar al High Line.



El Meatpacking disctrict, donde hasta hace poco se ubicaban los mataderos en una zona portuaria en la orilla del río Hudson ahora es una zona moderna, juvenil y bulliciosa, con mercados de comida orgánica y frutas muy monas y galerías de arte montadas en lofts diáfanos a ras de calle. Todo muy chic y molón, pero cual metro en hora punta a primera hora de la tarde del domingo.











El High Line es un paseo original, construido aprovechando las antiguas vías elevadas del tren. Corre paralelo al río y es fantástico porque vas viendo la ciudad desde arriba, a un lado, y el Hudson al otro. En el trayecto están los típicos puestos de mercadillo y algunos de bebida y helados y también obras de arte urbano insertadas en el paisaje.

Hay un momento en el que el paseo corre contiguo a las casas, muy cerca, tanto que casi puedes asomarte a algunas de ellas. En algunas hay gente. Me da pudor y desvío la vista, pero ellos no parecen inmutarse. O no les importa o ya están acostumbrados.



Al final del paseo, las cocheras de trenes y rascacielos en construcción. Como si la ciudad se deshiciera sólo para tener que volver a construirse. Andamios y enormes grúas como dinosaurios del siglo XXI que forman parte del paisaje neoyorquino. El sol agonizante de la tarde se refleja en los ventanales de cristal y la imagen es poco fotogénica pero hay algo de magia en ese instante, un halo especial en esa luz dorada  que va virando del naranja al rosa, del rosa al violeta, del violeta al añil, hasta que empiezan a encenderse las luces y se hace la noche sin que uno apenas se dé cuenta porque aún no son las siete de la tarde, demasiado pronto para tanta oscuridad.

 


Ese primer atardecer en Nueva York, con el sol poniéndose en los edificios de la otra orilla del río Hudson, queda vivo en la retina. Los helicópteros que realizan vuelos turísticos sobre la ciudad despegan y aterrizan en esa zona de los muelles; sus siluetas se recortan a contraluz y son inofensivas y casi bellas pero a mí me resultan inquietantes, porque cuando en Madrid veo helicópteros nunca presagian nada bueno: o es la policía sobrevolando la ciudad  - imposible desligarlos de aquel zumbido constante en los días posteriores al 11-M - o es un incendio cercano o, si te pilla debajo en un día de lluvia y no tienes cuidado tu flamante paraguas puede quedar completamente destrozado.


Hay dolor de pies, y ampollas que laten y requieren de tiritas, y empieza a notarse el frío incómodo de la noche y la humedad del río, pero el momento es bello y especial, y permanecemos allí, como intentando detenerlo, hasta que los agentes de seguridad nos echan porque van a cerrar el High Line y nadie puede quedarse.



Volvemos caminando al hotel por la 34, sorteando obras primero y coches y gente y puestos de comida después, con la vista dividida entre la parte de arriba - el edificio del New Yorker, el Empire State - y los parkings, las tiendas y escaparates a ras de calle. J. me cuenta que ser dueño de un parking en Manhattan es uno de los negocios más prósperos en Nueva York y  bromeamos con  la idea de poner uno y hacernos ricos.

La parte baja de la calle 34 parece de otra época y yo me siento como en los 80 o los 90. Un Wendy, un Seven Eleven, negocios que en España ya no existen y en los que yo me dejé mi adolescencia. Después el bullicio de la zona más comercial del Midtown: Penn Station, Herald Square y ahí tomamos la Sexta, que es ya como nuestra calle de referencia para llegar hasta el hotel, en la 37. 



Volvemos a salir para cenar y la cena es poco memorable, pero el día acaba con un gintonic en la terraza del hotel, bajo la luz, hoy blanca, del Empire State.






1 comentario:

J. dijo...

No hemos llegado a completar nuestro plan de negocio para el parking. Parece sencillo, pero no lo es tanto. Al final acabaremos dejándolo de lado (cosa que me encanta), como todos los negocios locos, y posiblemente nefastos, que se nos ocurren en estas ocasiones.

Sigue escribiendo, aún queda muchos recuerdos que recorrer. ;)