En Manhattan caben todos los mundos posibles,
y todos los pasados y todos los presentes.
-A. Muñoz Molina. "Ventanas de Manhattan"-
Despertar en la cama de la habitación y ser consciente de
que el sueño es real: Nueva York a nuestros pies. La excitación de lo nuevo, la
ciudad por descubrir. Todo el tiempo del mundo por delante, cielo limpio, sol
de verano en un otoño que se viste de primavera para darnos la bienvenida. Los
mapas, las guías, el reparto de los días y las cosas por hacer: esa agotadora
tarea del visitante novato, del turista disciplinado.
Decidimos ir a desayunar a Doughnut Plant, en la 23. Yo sigo
hipnotizada por la ciudad. Las luces de la noche han dado paso a los reflejos
de sol en los paneles de cristal de los rascacielos. Bajamos por la Sexta
Avenida, llamada también Avenue of the Americas. Atravesamos los puestos de
comida de Greeley Square y prometemos desayunar ahí otro día. Todas las veces
que pasamos por ese lugar durante el viaje dijimos lo mismo. Por supuesto,
nunca lo hicimos.
Muchos escaparates tienen ya adornos de Halloween. En una
frutería las calabazas se amontonan en la acera, custodiadas por unos graciosos
espantapájaros de trapo y paja. Yo me fijo en todo. Hago un chiste fácil,
procaz y poco gracioso al pasar por un restaurante de comida italiana, que se
convierte de inmediato en otro clásico del viaje y repito cada vez que bajamos
la calle.
En la esquina de la 23 con la Quinta se ubica una Lego
Store. Me atrapa el enorme escaparate y una especie de efecto proustiano de
vuelta a la infancia. Mi infancia es construcciones de Lego, que todavía guardo
en casa de mis padres, con sus planchas de carreteras, sus casas, su estación
de policía y de bomberos, sus señales de tráfico y sus árboles que parecían
todos de Navidad. En el primer ventanal, una especie de NY en miniatura. En los
siguientes, dos enormes grafittis con emblemas de la ciudad y una Estatua de la
Libertad. Todos hechos con piezas de Lego, claro. Dentro continúa el festival:
anaqueles con la evolución de la ciudad en diferentes épocas; unos colonos
saludando desde la antorcha de la Estatua de la Libertad, un Gandalf de tamaño
casi humano, un dragón. Y cajas y cajas de distintas temáticas: Star Wars y
Batman son las que más abundan. Fascinación y más fotos. Entusiasmo infantil,
un poco injustificado. La certeza de que nunca dejamos de ser niños. La
determinación y el deseo de no perder esa capacidad de asombro y de disfrute,
tan primaria, tan esencial. No compramos nada, dejando los antojos para una
próxima visita.
Curioseamos por los Mews y bordeamos el parque, bajando por
Mcdougal hasta Bleecker Street. Un paisaje distinto, tanto que parece otra
ciudad, más antigua, de otro siglo, más europea, con el sabor de algunos
barrios bohemios de Londres o París. Edificios de ladrillo rojo o marrón, de
tres o cuatro alturas, con comercios coquetos y restaurantes pequeños y
bulliciosos, con sus menús de colores en las pizarras triangulares de la calle.
Nada que ver con la modernidad futurista del Midtown ni con la elegancia
estirada de la Quinta. Hay algo de familiar en la calidez del barrio, cierta
vida que no se encuentra más al norte. Estamos entre el Soho y Greenwich
Village, en su apogeo dominical. Paseamos por sus calles cortas, las típicas
casas con sus escaleras y un patio minúsculo o un pequeño jardín, algunas de
ellas en sótanos. Me llaman la atención esas trampillas abiertas delante de las
tiendas o restaurantes que albergan almacenes, señalizadas con conos
fluorescentes de color naranja y con escaleras tan empinadas que da vértigo
sólo asomarse. Me gusta el paseo y me imagino viviendo una temporada en una de
esas casas.
Tiramos de recomendación de guía turística y acabamos comiendo en la pizzería de Joe ´s, a una hora ya tardía para los horarios neoyorquinos. La pizza es grande y artesanal, al horno de leña, buena pero no memorable. Mola el local y los camareros y cocineros son todos latinos.
Vamos hacia la calle Hudson con la idea de tomar café y una
copa en el White Horse Tavern, el típico lugar donde escritores bohemios y
borrachos apuraban sus noches y sus días, la barra de donde se despegó Dylan
Thomas para ir a morir al Chelsea Hotel. El local resulta ser un sitio sin
glamour ninguno y petado de gente, así que seguimos por Hudson arriba hasta
llegar al High Line.
El Meatpacking disctrict, donde hasta hace poco se ubicaban los mataderos en una zona portuaria en la orilla del río Hudson ahora es una zona moderna, juvenil y bulliciosa, con mercados de comida orgánica y frutas muy monas y galerías de arte montadas en lofts diáfanos a ras de calle. Todo muy chic y molón, pero cual metro en hora punta a primera hora de la tarde del domingo.
Hay un momento en el que el paseo corre contiguo a las casas, muy cerca, tanto que casi puedes asomarte a algunas de ellas. En algunas hay gente. Me da pudor y desvío la vista, pero ellos no parecen inmutarse. O no les importa o ya están acostumbrados.
Al final del paseo, las cocheras de trenes y rascacielos en
construcción. Como si la ciudad se deshiciera sólo para tener que volver a
construirse. Andamios y enormes grúas como dinosaurios del siglo XXI que forman
parte del paisaje neoyorquino. El sol agonizante de la tarde se refleja en los
ventanales de cristal y la imagen es poco fotogénica pero hay algo de magia en
ese instante, un halo especial en esa luz dorada que va virando del naranja al rosa, del rosa al violeta, del
violeta al añil, hasta que empiezan a encenderse las luces y se hace la noche
sin que uno apenas se dé cuenta porque aún no son las siete de la tarde,
demasiado pronto para tanta oscuridad.
Ese primer atardecer en Nueva York, con el sol poniéndose en
los edificios de la otra orilla del río Hudson, queda vivo en la retina. Los
helicópteros que realizan vuelos turísticos sobre la ciudad despegan y
aterrizan en esa zona de los muelles; sus siluetas se recortan a contraluz y
son inofensivas y casi bellas pero a mí me resultan inquietantes, porque cuando
en Madrid veo helicópteros nunca presagian nada bueno: o es la policía sobrevolando
la ciudad - imposible desligarlos de
aquel zumbido constante en los días posteriores al 11-M - o es un incendio
cercano o, si te pilla debajo en un día de lluvia y no tienes cuidado tu
flamante paraguas puede quedar completamente destrozado.
Hay dolor de pies, y ampollas que laten y requieren de
tiritas, y empieza a notarse el frío incómodo de la noche y la humedad del río,
pero el momento es bello y especial, y permanecemos allí, como intentando
detenerlo, hasta que los agentes de seguridad nos echan porque van a cerrar el
High Line y nadie puede quedarse.
Volvemos caminando al hotel por la 34, sorteando obras
primero y coches y gente y puestos de comida después, con la vista dividida
entre la parte de arriba - el edificio del New Yorker, el Empire State - y los
parkings, las tiendas y escaparates a ras de calle. J. me cuenta que ser dueño
de un parking en Manhattan es uno de los negocios más prósperos en Nueva York
y bromeamos con la idea de poner uno y hacernos ricos.
La parte baja de la calle 34 parece de otra época y yo me siento como en los 80 o los 90. Un Wendy, un Seven Eleven, negocios que en España ya no existen y en los que yo me dejé mi adolescencia. Después el bullicio de la zona más comercial del Midtown: Penn Station, Herald Square y ahí tomamos la Sexta, que es ya como nuestra calle de referencia para llegar hasta el hotel, en la 37.
Volvemos a salir para cenar y la cena es poco memorable, pero el día acaba con un gintonic en la terraza del hotel, bajo la luz, hoy blanca, del Empire State.
1 comentario:
No hemos llegado a completar nuestro plan de negocio para el parking. Parece sencillo, pero no lo es tanto. Al final acabaremos dejándolo de lado (cosa que me encanta), como todos los negocios locos, y posiblemente nefastos, que se nos ocurren en estas ocasiones.
Sigue escribiendo, aún queda muchos recuerdos que recorrer. ;)
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