Un año ya en este espacio. He
vuelto a acumular montañas de papeles que me da pereza ordenar, que cualquier
día tiraré sin haber leído o que permanecerán ocupando sitio y rebozándose de
polvo hasta la próxima mudanza. Sigo siendo desordenada y perezosa: la casa
nueva no ha conseguido doblegar los viejos hábitos. Miro la mezcla de ropa de
verano y de invierno esparcida por la cama, el sofá, las sillas, los armarios,
los percheros y sé que nunca lograré el orden completo, hacerlo todo a su
tiempo. Dejar la plancha en mitad del salón, estorbando incluso, no ha servido
de mucho: ahí sigue, haciendo las funciones de mesa auxiliar, de armario
provisional donde se amontona la colada reseca.
Pero el verano impone su propio ritmo y aquí los veranos no parecen de ciudad. Podría pasarme todo el mes de la piscina a la terraza sin echar de menos pisar la calle. Es un estado semivacacional que lo impregna todo. Lo urgente y lo importante dejan de serlo y el tiempo pasa tan engañosamente despacio que los días se consumen engullidos por una laxitud incompatible con cualquier esfuerzo. Las prioridades cambian y preocupa menos tener un único vestido que ponerse, ante la tarea titánica y masoquista que se antoja siquiera encender la plancha, con treintaytantos grados abrasando el aire.
Pero el verano impone su propio ritmo y aquí los veranos no parecen de ciudad. Podría pasarme todo el mes de la piscina a la terraza sin echar de menos pisar la calle. Es un estado semivacacional que lo impregna todo. Lo urgente y lo importante dejan de serlo y el tiempo pasa tan engañosamente despacio que los días se consumen engullidos por una laxitud incompatible con cualquier esfuerzo. Las prioridades cambian y preocupa menos tener un único vestido que ponerse, ante la tarea titánica y masoquista que se antoja siquiera encender la plancha, con treintaytantos grados abrasando el aire.
Un año, decía, y ningún
acontecimiento extraordinario que añadir al balance, salvo más tiempo de
trabajo y menos para lo demás. Lo cual tampoco está mal del todo. El sofá
resultó ser cómodo y práctico y albergó siestas, pelis de sobremesa y hasta
partidos de fútbol; la caldera y el horno tuvieron achaques; aunque la
habitación es algo fría en invierno, la cama silenciosa y ancha se sigue
llenando de luz por las mañanas; mi madre se preocupó de proveer de flores y
hierbas la terraza, que sigue siendo un sitio espléndido al caer la tarde. Pude
volver a hacer café en la mini cafetera italiana, descubrí las maravillas de la
inducción, donde hasta un cocinero mañoso consiguió hacer una paella estupenda,
y he cocinado para los amigos, en unas cuantas comidas de domingo de esas que
se alargan hasta la hora de la cena. La primavera no fue propicia para celebrar
mi cumpleaños en la terraza y la diáspora y la holganza veraniegas amenazan con
dilatar esa fiesta anunciada hasta septiembre, pero sé que el sofá y la mesa
aguardan invitados.
Un año. El verano que no llegaba
se ha plantado en todo su esplendor y ya no parece haber otra preocupación que
la de descontar los días para las ansiadas vacaciones. Este año no hay cajas
pero hay ropa desperdigada por la casa, esperando orden. Y yo pospongo el
momento de la plancha, ante otras urgencias: los amigos, el cine, unos cuantos
largos en la piscina, un par de horas de sol, un café con un libro en la
terraza al atardecer, escribir este post.
3 comentarios:
Amoavé, Dama ETDN.
Hay una solución intermedia que consiste en NO PLANCHAR la ropa. Yo lo he hecho así toda la vida y... bueno.
Por lo demás, la casa que describe parece una casa. Eso es bueno. Todo ordenado meticulosamente da un poco de yúyu.
Y no sea floja Y ESCRIBA. Y que esta vez la protagonista no sea Usted, coññño. Invente. Estrújese el cerebro. Cagüendiez. Tch. Ains.
Oye, un año es como el período de garantía para sentir que tu casa es tu casa.
Feliz cumpleaños y que cumplas muchos más.
LECTURAS DE VERANO (.. Para Marina)
De verdad, sigo diciéndolo: Antes de acabar un libro dejo de leerlo. Lo que menos tolero es cuando el autor quiere concluir con moraleja, esto no se lo consiento. Tal vez en otra ocasión me interese por el final. En cualquier caso siempre puedo volver. Si es una novela regresar a ello es algo paulatino, hay que retomar la secuencia, visitar los personajes antes de ver cómo se resuelve la acción. Y si es ensayo, bueno, entonces haciendo una búsqueda por Internet tengo la síntesis de sus argumentos, un resumen que en ocasiones es más cierto que mis apuntes. Este método no me iba mal. Con una novela de Murakami la lectura dividida resultó ser edificante. En el intervalo, además, contacté con una lectora que había tenido el mismo libro en sus manos poco antes. Hablamos sobre cómo el autor es concienzudo con la trama de sus historias, incluso intentamos juntos recordar la trama, pero ésta se resistía a abandonar los pliegues de la memoria. La conversación no duró mucho. Con lecturas de investigación este problema no me asalta, porque no está la gente por la labor de preguntar cosas muy profundas, que hagan perder el tiempo al que busca respuesta y más tiempo aún al cuestionador. Además, investigar es como hacer un puzzle, requiere un tiempo concreto, las piezas llega un momento en que sientes que ya están todas. Estas lecturas propician la asociación de ideas, la escucha paralela, el hipervínculo. Luego de eso solamente has de encontrar el punto de vista que te servirá para alzar la voz, desplegar las piezas por su orden y dar forma a lo que hayas pillado.
Sin embargo hay excepciones, ubicaciones intermedias, donde uno aunque disfrute leyendo a la vez percibe que pisa terreno pantanoso, donde sería difícil hacerse entender. No muchos tienen ese don de plasmar en el lenguaje lo que quieren comunicar. Yo me he llevado chascos, parece que algunos autores conscientes de esta dificultad se anticipan a ella, saben cómo van a leer su obra, y esconden mensajes donde menos lo esperas. Darril M. Mcmahon dice al final de su libro Una historia de la Felicidad algo que decididamente yo hubiera puesto como declaración de principios. Así, después de acaparar datos sobre el tema, una cantidad apabullantes, que tiene que haber sido chivada por sus amigos, afirma lo siguiente: la verdadera tragedia de la felicidad radica en que quienes deberíamos hablar sobre ello callamos ¿acaso los psicólogos populares, los directivos publicitarios o los mercachifles del sentirse bien tienen algo mejor que decir? [La cita es casi literal].
Entonces, qué. Si mi opinión es bastante, no tenía usted porqué haber empezado su libro, señor Mcmahon. O tal vez, de haberlo sabido, podría haber ido de atrás para adelante, buscando en el índice analítico los autores que me gustan para refrescar así sus teorías, leyendo de manera transversal. Decididamente su mejor baza era la humildad de dar crédito a mucha gente. No es como aquello de tomarse en serio el esfuerzo –propio- por divertirse, sino todo lo contrario, lo correcto es que nos divirtamos con el fin de hacer algo serio. Y, a propósito, ha hecho usted bien en camuflar su lema; de otro modo yo al menos lo habría dejado mucho antes del final, o peor aún, habría practicado esa lectura fragmentaria que de tanto repetirse lleva a escribir también de manera entrecortada.
Y una última dificultad, esta vez sobre las llamadas Redes Sociales, ese espejo de la realidad. Esa realidad creada en/por la red que sirve para comunicarnos ¿...es un lenguaje? lenguaje). Y otra idea que J.J. Rousseau plasmó en su Emilio, sobre la posibilidad de la existencia de un lenguaje común en los niños: La expresión de la sensación está en la mueca, la expresión de los sentimientos está en la mirada.
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