Dicen que ya es otoño, pero el
verano quiere quedarse y aún hay piscinas abiertas. A 23 de septiembre apuro
sol y largos, deseando que nunca llegue el invierno, soñando viajes guardados
en la memoria o rememorando viajes soñados. La realidad se hace más líquida con
cada brazada y parece posible eternizar ese paréntesis que siempre es el
verano. Queda lejos junio y queda lejos Lisboa, toda esa luz, tan limpia y tan
inabarcable.
Pasa con algunos viajes como con
ciertos amores: uno los ha imaginado tantas veces, lleva tanto tiempo
inventándolos y esperándolos que, cuando llegan, aparece el temor de ver
defraudadas las expectativas.
Lisboa era un destino anhelado,
un viaje preparado con antelación y con mimo, a golpe de intuición, literatura
y recortes de periódico, de artículos recopilados desde tiempo atrás, amarillo
ya el papel. A Lisboa llevé libros que no leí, papeles desperdigados estorbando
todo el rato y perdiéndose justo cuando se necesitaban - ese ritual de los
viajes, esa costumbre algo viejuna que es para mí tradición indispensable -, la
mejor de las compañías y muchas, muchas ganas. Y ella me devolvió suerte, luz y
magia; Venecia y Praga mejoradas. Porque el último viaje siempre nos parece el
mejor, y más vale que así sea.
Queda ya también lejos agosto con
su domingo de barbacoa y piscina con amigos en chalet de la sierra (toda la
melancolía del mundo en ese concepto, todos los veranos de mi infancia y
adolescencia se resumen en piscina y sierra). Y hasta se hace lejano el tiempo
en Denia, convertidas ya las semanas que paso allí en paz y descanso, playa y
lectura y nadar y permiso para no crearse obligaciones, un retiro voluntario
donde aflora el yo en estado puro, un dejarse ser en el no hacer nada. Ni
escribir este año. Tal vez esa sea mi auténtica naturaleza: la más pura pereza,
la más absoluta vagancia. Las doce horas durmiendo, las tres horas de piscina y
sol, la comida lenta y el café largo y fuerte que dura hasta muy tarde, el
paseo por la playa desde el atardecer hasta que cae la noche, la lectura de
periódicos y suplementos y artículos atrasados, guardados durante todo el año
para ser devorados con ansia en tres semanas. Pensé mucho. En la novela, en
cosas sobre las que me gustaría escribir, en posibles posts. Guardé recortes,
subrayé libros, tomé notas. Pero no escribí. Ni, salvo las últimas páginas de Perdida (Gillian Flinn, Mondadori), que ha sido mi descubrimiento del
verano, leí mucho tampoco. Empecé varios libros, repasé otros (tomad nota de El váter de Onetti, de Xoan Tallón), paladeé lenta la poesía de
Sonia Fides. Pero no encontré ninguno que me absorbiera o que me tuviera pegada
leyendo durante horas.
La sombra del verano es alargada
Septiembre está siendo benigno e intenso. Piscinas que no cierran,
fiestas de fin de verano, un verano que no quiere acabar, la tristeza de las
tardes acortándose, los presagios del inevitable invierno, la conciencia de que
la belleza de los atardeceres en la terraza se extinguirá pronto, la vuelta a
la rutina de los domingos. Los propósitos de principio de curso quedarán tan
incumplidos como las expectativas de todos los junios, pero, pese a saberlo,
lancemos nuestros deseos al aire, mientras quede verano.
Piscina y mar, ¿se le puede pedir más al verano?
Praia Grande (entre Cascais y Sintra, Lisboa)
2 comentarios:
Tú si que eres la mejor de las compañías.
Cuidadín con el síndrome postvacacional. Hay que generar nostalgias (ya sabe Usted), pero sin pasarse, leñe.
Besos a porrillo.
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