Hay dibujos y
fotografías que pueden apresar un instante,
pero no existe una
literatura que pueda contar con plenitud
toda la riqueza de
un solo minuto.
A. Muñoz Molina.
'Ventanas de Manhattan'
Viernes 16 de octubre de 2015.
Otro día radiante, aunque quizá
más fresco. Desayuno típicamente americano y a lo grande en el Pershing Square
de Park Avenue, bajo el puente, justo enfrente de Grand Central Station y el
edificio de MetLife.
Zumo de naranja, capuccinos, tortitas con sirope de arce, gofres con fresas. Un camarero mexicano que nos habla en español, fotos.
Zumo de naranja, capuccinos, tortitas con sirope de arce, gofres con fresas. Un camarero mexicano que nos habla en español, fotos.
Cogemos un autobús que sube por Madison Avenue hasta el Metropolitan. Nos
entretenemos eligiendo imanes de nevera en los tenderetes para turistas que se
extienden en la acera de la Quinta Avenida y que de alguna manera también
forman parte del museo. Compro varios de portadas de The New Yorker y algunos
que son como ilustraciones o postales antiguas, en color sepia, del Flatiron.
Excitación ya desde el mismo hall, con su pulular de gentes de un lado para otro, con la escalinata que invita a subir como a los aposentos de un palacio. La entrada no es obligatoria. Si quieres, entras gratis. El precio recomendado es 25 dólares, pero puedes pagar lo que quieras. La tentación de no pagar es grande, pero J. me da una lección y pagamos 10 dólares. No está mal para las siete horas que pasamos allí dentro. Y para convencerme (de nuevo) de que el MET es, probablemente, mi museo favorito del mundo mundial. En el Louvre acabé demasiado cansada, el Museo D´Orsay me supo a poco, la Tate Gallery tiene a Turner pero resulta ligera, el Prado se me hace muy pesado. Y aunque tengo debilidad por el Thyssen, mi museo madrileño favorito, no es comparable al MET.
Excitación ya desde el mismo hall, con su pulular de gentes de un lado para otro, con la escalinata que invita a subir como a los aposentos de un palacio. La entrada no es obligatoria. Si quieres, entras gratis. El precio recomendado es 25 dólares, pero puedes pagar lo que quieras. La tentación de no pagar es grande, pero J. me da una lección y pagamos 10 dólares. No está mal para las siete horas que pasamos allí dentro. Y para convencerme (de nuevo) de que el MET es, probablemente, mi museo favorito del mundo mundial. En el Louvre acabé demasiado cansada, el Museo D´Orsay me supo a poco, la Tate Gallery tiene a Turner pero resulta ligera, el Prado se me hace muy pesado. Y aunque tengo debilidad por el Thyssen, mi museo madrileño favorito, no es comparable al MET.
Dice Muñoz Molina: "Acercarse por primera vez a un cuadro que uno ha estudiado mucho pero no ha visto nunca es una emoción llena de intriga. La proximidad y la búsqueda ya forman parte del hallazgo, le agregan la tensión de lo muy esperado, de lo aplazado".
Un poco de Velázquez, el Greco, Vermeer y Rembrandt para hacer boca. El Gran Canal de Turner para seguir. Y las salas de los impresionistas (de la 818 a la 822 y la 826) son para quedarse a vivir en ellas. Qué festín. Me podría tirar días de una a otra, sin parar. Monet, Pissarro, Van Gogh. No me sacio de ellos. En un pasillo, grabados e ilustraciones de Sargent.
"La pintura existe en el espacio, pero sucede en el tiempo; el tiempo interior y concentrado de la representación y del proceso pictórico y el tiempo sucesivo de la mirada que la examina, del espectador que permanece inmóvil o se acerca o se aleja unos pasos de ella, que va advirtiendo cada vez más detalles, y que al ser consciente de ellos modifica la primera impresión. Contemplar un cuadro no es quedarse pasivamente ante él,sino ejercer una actividad intelectual y sensorial de primer orden, tan profunda y tan rica como la del lector que al recorrer los signos impresos sobre el papel o la pantalla lleva a cabo complejas operaciones neuronales que duran milisegundos, y que despiertan en su imaginación voces, presencias, mundos enteros". **
La mayor sorpresa estaba en la
azotea. Vistas espectaculares de Central Park a un lado. Y del skyline de
Manhattan a otro. Lobster roll y coca-colas de quarterback y cheerleader como
comida tardía.
Un cielo perfecto, nubes que provocan juegos de luces y sombras. Un enorme acuario. Un jardincillo zen. Muchas fotos, con libro, sin libro, de un lado, de otro.
Después del descanso seguimos con el ala de pintura americana. Fascina Remington y sorprenden las escenas costumbristas de la vida cotidiana de los indios del XIX. Damos vueltas y más vueltas buscando las salas de Sargent, pero las han desmantelado porque hace poco acabó una exposición monográfica. Llevamos más de cinco horas aquí.
Queda poco para el anochecer y decidimos quedarnos para verlo en la azotea, que empieza a llenarse de gente. Otro de esos momentos grabados a fuego en mi retina, en mi cámara, en la memoria sentimental de este viaje.
Un cielo perfecto, nubes que provocan juegos de luces y sombras. Un enorme acuario. Un jardincillo zen. Muchas fotos, con libro, sin libro, de un lado, de otro.
Después del descanso seguimos con el ala de pintura americana. Fascina Remington y sorprenden las escenas costumbristas de la vida cotidiana de los indios del XIX. Damos vueltas y más vueltas buscando las salas de Sargent, pero las han desmantelado porque hace poco acabó una exposición monográfica. Llevamos más de cinco horas aquí.
Queda poco para el anochecer y decidimos quedarnos para verlo en la azotea, que empieza a llenarse de gente. Otro de esos momentos grabados a fuego en mi retina, en mi cámara, en la memoria sentimental de este viaje.
Irrenunciable visita a la tienda
del museo - ¿por qué me gustarán a mi tanto las tiendas de los museos? - donde
compro varios libros para mi padre, un calendario de Sargent y, sorprendentemente,
nada para mí.
Atravesamos Central Park hacia el
oeste de noche y da un poco de miedo. Vemos cruzar un mapache, pero cuando saco
el móvil para hacerle una foto ya se ha esfumado. Llegamos a Columbus, vemos el
Lincoln Center por fuera. Estamos tan cansados que ni nos molestamos en
acercarnos para ver el Metropolitan Opera House de cerca. Con las luces de
fuera, el edificio iluminado, las escaleras interactivas nos vale.
Cena en el P.J Clarke´s de
Lincoln Center. Más moderno, más lleno, más cool que el de la Tercera. Pero con
menos encanto. El camarero joven y rubio, atento, no puede compararse a la
camarera talludita, entrada en carnes y con acento inentendible del otro local.
La comida tampoco. A lo mejor es el cansancio o que la novedad ya no nos
sorprende, pero esta hamburguesa no me sabe tan buena como la otra, con esa
salsa de champiñón tan fabulosa. Nos equivocamos al pedir las patatas, no son
las mismas que pedimos allí. El ketchup Sir Kensington nos sigue pareciendo
maravilloso, eso sí.
** El artículo completo de Muñoz
Molina, aquí:
1 comentario:
Cortas se me hicieron, aunque parezca increíble.
Me quedaba a vivir dentro de un cuadro de Turner, uno en el que haya un barco y un atardecer lleno de colores si es posible.
Me encanta la forma en la que visitamos los museos, con tiempo para paladear los cuadros, sin prisas. Qué mejor manera de respetar el trabajo de los artistas que deteniéndose a admirar los matices.
Un día perfecto y memorable, sin duda.
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