"Cambiaría
el más bello atardecer del mundo
por una sola vista de la silueta de Nueva York (...)
¿Es genio y belleza lo que quieren
ver? ¿Buscan un sentido de lo sublime?
Dejadles que vengan a Nueva York, que
vengan a la orilla del Hudson,
miren y se pongan de rodillas"
Ann Ryand. "El manantial".
Jueves de sol radiante. Desayuno en Le Pan Quotidien de
Bryant Park, al aire libre, al estilo neoyorquino. Plan del día: el MOMA. De
camino, el escaparate de la tienda de la HBO dedicado por entero a Juego de
Tronos llamándonos a gritos. Pero lo dejamos para más tarde, sabiendo que si
entramos no van a ser sólo cinco minutos.
En el museo, un objetivo claro, otro de los motivos de este
viaje: La noche estrellada de Van Gogh. Momento emocionante por su significado,
más que por el cuadro en sí. Tantas veces visto, repetido, no impresiona
demasiado y hay que compartirlo con otros tantos turistas que, como nosotros, no
paran de hacerle y hacerse fotos. Sí impresiona el sabernos allí, admirando el
original, cumpliendo promesas, sueños, deseos.
El edificio es otra obra de arte más, con las galerías que
permiten asomarse y contemplar las exposiciones de la planta baja, los cuadros
de las paredes, el jardín exterior, los rascacielos de enfrente.
Sorprende descubrir aquí Las señoritas de Aviñón de Picasso
y las pinturas de Dalí. El famoso cuadro de los relojes deshaciéndose -
"La persistencia de la memoria", se llama - es ridículamente pequeño.
Un argentino pesado nos pregunta si es el original.
Grandes murales con nenúfares de Monet que no me gustan
tanto como sus cuadros de menor tamaño.
Me gustan los cuadros garabateados de Pollock. Una pareja de
españoles de mediana edad, en torno a los 50, discute delante de uno de ellos.
Intentan hacerse un selfie. Ella le echa la bronca a él porque no es capaz de
sacar una foto exactamente como ella quiere. Él replica que es imposible
complacerla con las fotos. Me atrevo a intervenir y me ofrezco a hacerles la
foto. Charlamos un rato, nos reímos, ella nos hace una foto a nosotros. Aunque
todas las parejas se crean únicas, al final acabarán reproduciendo algún
cliché, siendo reflejo de otras.
Las esculturas de Picasso son famosas. Hay carteles por la
ciudad con la escultura de una cabra, convertida en icono. Las contemplo con
curiosidad pero no me dicen nada.
La sala Warhol mola. Pero tampoco sé si lo que se ve
impresiona por sí mismo o por la conciencia de estarlo viendo. Las latas de
sopa Campbell. El retrato múltiple y multicolor de Marilyn. Un Elvis duplicado
vestido de vaquero, disparando. Imágenes tantas veces vistas, repetidas hasta
la saciedad, que uno ha interiorizado como obras de arte. Los originales
indistinguibles de las copias. Quizá ese sea su valor. Pienso en Walter
Benjamin, en el aura perdida de las obras de arte, en la mediatización cultural
que determina lo que nos produce una impresión o una emoción.
El arte moderno no acabo de entenderlo. Una bandera de los
Estados Unidos. Pues vale. (Aquí, la explicación: http://www.moma.org/collection/works/78805?locale=es)
Luego llegamos a la sala del videojuego. Interacción. O
interactividad. Esas otras moderneces denominadas "instalaciones".
Creo que tenía un trasfondo ideológico. La lucha entre el capitalismo y el
comunismo. Un soldado del Ejército Rojo muy parecido a Super Mario lanzando
latas de coca cola como armas de destrucción en escenarios de plataformas a lo
Donkey Kong con fondos de Street Fighter (me pica la curiosidad e investigo.
Gracias, Google, por esta información:
Nosotros solos en la sala. Se podía jugar. J. dentro del
videojuego, formando parte de la obra de arte, disfrutando como un niño. Yo
observándole, haciéndole fotos. Disfrutando también, de otro modo.
Otra instalación. Varios altavoces alrededor de un cajón o trozo
de tarima de madera. En la pared, el mismo poster reproducido cinco veces en
cinco tonos distintos (efecto Warhol otra vez). De fondo, una voz de mujer
recitando o leyendo o dando un discurso que no entiendo pero cuya cadencia,
junto con los posters, me dice algo. Me gusta. Me hace reflexionar. Y me quedo
pensando en ese lema, que da título al conjunto:
Everything
Else Has Failed! Don't You Think It 's Time for Love?
( La explicación de la obra, aquí: http://www.tanyaleighton.com/?pageId=221)
Bajamos a la sala de cine. Está cerrada, pero en la antesala
hay carteles de películas míticas y una exposición especial con la colección privada
de posters de Scorsese. Fotografío tres: Laura, El Tercer Hombre, Scarface.
Hora de comer. Búsqueda de The Burguer Joint at Le Parker Meridien. Una
hamburguesería (bastante cutre, por cierto) escondida en uno de los hoteles más
chic de NY. Recorrimos la calle 56 y no lo encontrábamos. Debimos de pasar por
delante al menos dos o tres veces, sin verlo. A la hamburguesería se accede por
detrás de una gruesa cortina, bajando una escalera. Siempre hay cola. Hacemos
la del turista y esperamos.
El sitio es curioso: un sótano casi cochambroso,
pequeño, con paredes de madera pintarrajeadas con frases varias y pósters de
pelis y series míticas, un mostrador para pedir, con la oferta culinaria
escrita a mano en cartones colgados de cualquier manera y mesas abarrotadas en
las que la gente no se demora mucho.
Las hamburguesas son buenas (difícil
encontrar una mala aquí), pero tampoco espectaculares. Mola la experiencia y tachamos de la lista otro de esos lugares
de visita obligatoria según las guías. Pero no es para repetir.
De postre, el helado de Godiva deseado desde la víspera. De
vuelta, la demorada visita a la tienda de la HBO. Camisetas de Juego de Tronos
(entre muchas dudas, como siempre), una taza térmica y camaleónica, un regalo.
Llegada al hotel con el tiempo casi justo para ducharnos y
arreglarnos para la cena. Una de esas cenas. En uno de esos
sitios. Etiqueta (vestido, medias, zapatitos, chaquetas, corbata y así). Una
estrella Michelín. Vamos en taxi, por supuesto. Atravesamos la ciudad, cruzamos
por el puente de Brooklyn. And
voilà: The River Café.
El sitio es elegante. Y rancio. Como un viaje en el tiempo a
los años 80. Con sus mesas con sus manteles de tela rosa pastel, sus sillas de
rafia, sus bouquets de flores, sus lamparitas, su pianista tocando en directo,
sus familias de dinastías tradicionales (y republicanas) celebrando cumpleaños,
sus grupitos de turistas de avanzada edad, sus parejas de amantes del tipo
jefe-secretaria. Y nosotros allí, entre expectantes y desubicados, con la
superioridad moral de quien convive con las experiencias culinarias más
rompedoras y modernas, aunque no haya estado nunca, ni quizás quiera, de El
Bulli, Quique Dacosta, DiverXo. Y yo, atragantándome con los precios cerrados
del menú (y de los vinos, aparte).
La comida, discretita. La langosta tirando a sosa. Las
gambas salvajes, muy de cóctel ochentero. Del pastel de cangrejo (creo que
pedimos eso), ni me acuerdo. El solomillo demasiado hecho, nada jugoso. Nada
que ver con el vitello tonnato ni el solomillo del Grand Palais. O la pasta con
trufa y la carne del Zá-Zá. O el filete del Café Sao Bento. Y el inevitable
comentario palurdo: "Desde luego, como en España no se come en ningún
sitio". Pero es que es verdad. Y del vino ni hablamos. Lo mejor, los
postres. Ese puente de Brooklyn de chocolate le dio algo de originalidad a la
cosa. Sin tirar cohetes, tampoco.
Pero, de nuevo, la experiencia valió la pena. Y la pasta.
Porque esas vistas son espectaculares. Estás, literalmente, encima del East
River y debajo del Puente de Brooklyn. Cenas viendo el agua y el skyline de
Manhattan. De noche es único. Quizá ya no recuerde lo que comí, pero desde
luego esa imagen, esa vista, esa noche, ese momento (y el significado de todo:
el cómo llegamos hasta allí, lo que
quedó atrás, la manera de hacer las cosas, los detalles) no se me olvidará en
la vida.
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