La sorpresa es una liebre. El que sale de caza nunca la
verá dormir en el erial.
(C. Martín Gaite. Nubosidad Variable)
Empezó el año entre amigos, con amaneceres hermosos y un
proyecto de viaje.
Lisboa en febrero, ciudad que no defrauda nunca a pesar del
temporal. Y esa manera de viajar a los lugares a los que uno vuelve por placer.
Visitar un cementerio, atravesar la ciudad en autobuses extraños en busca de
una librería y encontrar en el sitio menos pensado una de las mejores tartas de
chocolate que has comido nunca, regalar una camiseta, comprar un bolso y un
jersey, que te regalen un vestido. Contemplar el fin del mundo desde la
habitación del hotel, el viento y la lluvia azotando la ciudad, y decidir salir
a pesar de todo, sólo por volver a probar el delicioso bife del Café de Sao
Bento.
Pasó marzo entre rutinas ansiando la primavera y preparando
un viaje de cumpleaños.
Llegó abril con un
catarro y una fiesta de cumpleaños adelantada, sorpresa total y orgullo de
tener amigos así. Hubo celebración de los 40 en París y los guionistas se
portaron. Ganas de quedarse, muchas cosas pendientes en una ciudad que tenía
ganas de conocer en primavera y a la que debía una reconciliación. Promesa de
volver, a pesar de la maldición de regresar a los lugares donde se ha sido
feliz, que no lo es tanto mientras sigan existiendo. Semana Santa apacible, con
la familia elegida de los amigos, arroces y bacalhau, en un lugar al que no
podremos volver.
Mayo fue una escapada al mar: perdimos un árbol y ganamos un
restaurante. Llegó la Feria del Libro y mantuvimos el tipo en sus fiestas, hubo
encuentros y reencuentros, conversaciones casuales que una nunca imagina lo que
pueden desencadenar (la liebre dormida que, en su aparente placidez, custodia
las sorpresas que habrán de estallar cuando menos se esperan) y decepción por
un Mundial de Fútbol que nos recordó que toda gloria acaba en decadencia y que
más nos vale estar preparados para los malos tiempos.
Junio acabó difícil pero con final feliz. El susto de lo que
llega sin avisar y nos pilla con las manos vacías, cuando el tiempo que
creíamos eterno de pronto se acorta y somos conscientes de que puede acabarse
en cualquier momento. Sin posibilidad de elegir cartas, a apuesta ciega,
echarle un órdago a la enfermedad y encararse con la muerte, espantándola
porque aún no toca, porque no es su hora. Y, cuando se aleja por fin, respirar
hondo y llorar todo el miedo acumulado, la rutina de hospital, las
responsabilidades que no quisiéramos asumir, no así, no todavía. Deseos de
echarlo todo a la hoguera, de olvidar, de seguir con la vida de pronto
interrumpida.
Y llegó julio y con él la esperanza que vuelve con todos los veranos, esa promesa de adolescencia, ese tiempo de soñar. Rutina de terraza y
piscina, de fiesta y vestidos cortos, ganas de retiro y de paz.
Agosto fue el mes raro, el mes de los imprevistos.
Vacaciones interrumpidas y otra rutina de hospital, inesperada y más
preocupante, más incertidumbres. El no saber, esa pesadilla. La tarea de los padres es aceptar que los hijos
crecen. La de los hijos asumir que los padres envejecen.
Verano extraño en Madrid y el intento de mantener la paz
interna, el equilibrio, el no venirme abajo en cualquier momento. Nadar y
pensar. Nadar y olvidar. Nadar para no pensar. Nadar para olvidar. Largos y más
largos. Un fin de semana de ferragosto
pleno: otras piscinas, luna llena, vida de sierra, tan querida.
En Madrid caían árboles y nadie pensaba en enamorarse. Días
duros y noches felices en el sofá de la terraza, lecturas que encendieron luces
que creí apagadas, insomnios productivos, casualidades y rendiciones, liebres
recorriendo la ciudad, exposiciones, estaciones, atardeceres, momentos
sorprendentes incluso para el más experto cazador.
En Septiembre se prolongó el verano. Por fin las vacaciones
pospuestas. Nadar, comer, beber, dormir, placeres varios y variados: a estas
alturas hay pocos que nos estén prohibidos. Es lo bueno de la edad: aprendes
que todo llega y todo pasa, que nada hay definitivo salvo la enfermedad y la
muerte, que todo va y viene y el tiempo coloca o descoloca recuerdos, afectos,
sentimientos; que cada uno se construye la vida como puede, como le van dejando
y a veces hasta como quiere, aunque pocas veces se parece a como la soñó veinte
años atrás. Vida de mar, vida de barco. No querer volver. Deseos de hacer
eterno el verano, de no cambiar la piel. Vivir en ese paréntesis alejado de las
obligaciones, los padres, los hospitales, las preocupaciones. Cagarla al final,
no poder vivir sin el drama, sin las lágrimas por lo más banal. Aguantar el
tipo y ser más fuerte que nadie ante las cosas graves y perder los nervios por
las tonterías. Ser incomprensible para mí, para los que me rodean. Ser tan
injusta, a veces. Tan inoportuna. Tan desmesurada. Llorar una hora en el viaje
de vuelta por haber olvidado un melón y una sandía. Y no poder parar.
Al regreso, volvió la lluvia y la melancolía. Nos refugiamos
en el cine que habla de la vida, en Boyhood, una de esas películas que marcan
momentos de la biografía, mientras volvía la rutina de médicos, sustos y
hospitales, heridas que no acaban de curar, decisiones que tomar, operaciones a
corazón abierto sin fecha ni garantías. Al final el azar y la cordura dejaron
la partida en tablas. Poder elegir cómo tentar a la suerte y preferir que la
naturaleza siga su curso. No huir a Samarkanda.
En octubre otro amago de verano. Paréntesis para remendar
los olvidos y bañarse en el mar en pleno otoño, mientras en Madrid tormenteaba.
Cielos hermosos on the road, volver a los recientes viejos lugares conocidos
donde nos reconocieron y nos hicieron croquetas de gamba por encargo,
emborracharse con rusos blancos, cantar feliz mis canciones de siempre a la ida
y a la vuelta, sin dramas esta vez, con una camiseta anónima, zapatillas chulas
y otro fin de semana memorable en la maleta.
A final de mes una despedida triste de un lugar hermoso, tan
querido. Rescaté cántaros y patos, un recordatorio de los momentos felices, de
los amigos generosos, de las escapadas que salvaron veranos, puentes, fiestas.
Otro fin de semana de sierra, en un otoño veraniego plácido y cálido, en el que
también hubo un cumpleaños, un vestido que por fin se estrenó, copas, risas, y
excesos de los que no caben en una canción.
Noviembre fue mes de vida social, presentaciones,
reencuentros, programas de radio recordando a Enrique Urquijo. Noches
memorables y esperadas bebiéndonos Madrid, noches que se hicieron demasiado
cortas, noches que quedarán para siempre en el recuerdo, noches de emociones,
de sensaciones, de sonrisas, noches que descongelarán nostalgias futuras.
Noches de Bremen, esa tripulación que aún navega. Ver a los amigos de lejos,
tan queridos. Y a los de aquí que apenas vemos. Hemos crecido, han cambiado
nuestros intereses, nuestras obligaciones. Pero alguien dice
"reunámonos" y el encuentro se hace posible, y todos se esfuerzan, y
una vuelve a creer en ciertos milagros, en la fuerza de la voluntad, en el
poder de la amistad. Y la noche es perfecta y hermosa, y una vuelve a casa
pensando si se volverá a repetir algo así, porque las noches mágicas no son
frecuentes y una quisiera vivirlas más a menudo.
Acaba 2014 en un diciembre soleado y apacible, de amaneceres
incendiados, de noches de escritura a la luz de las velas, bebiendo té y vino,
fantaseando por encima de mis posibilidades y soñando con que nunca llegue el
invierno, ese frío del que habla John Berger: El frío es el dolor de creer
/que nunca volverá el calor.
El frío aún no duele y se acaba este año raro, donde lo
mejor y lo peor se ha mezclado de manera muy extraña. Lo terrible y lo mágico.
Lo maravilloso y lo sorprendente. La angustia y la calma. Lo perfecto y lo
incorrecto. Año de viajes soñados cumplidos y cumpleaños doblemente feliz. Año
de cifras redondas que inaugura la década de la seguridad y el equilibrio, la
claridad y la sabiduría, donde ya puede una ponerse el mundo por montera y
conducir su vida desde la libertad.
Final de año de intuiciones felices, números favorables.
2014 y el número 7. Gratitud y felicidad en cada brindis, la plenitud de quien
se siente afortunada. Esperanza en el 2015, que dicen los astros que será muy
favorable para los arianos y que suma 8. Mi número favorito.
SALUD, SUERTE Y ALEGRÍA PARA 2015
2 comentarios:
Desde un anonimato desde el que sin duda se me reconoce, leo la profundidad de tus palabras y entiendo cada uno de los rincones, de los pliegues y me encanta. Siempre he tenido claro la potencia de tus líneas, de tus frases y eso no me impide maravillarme.
Un año raro, como dicen tus palabras, con algunas desventuras y muchos momentos para el recuerdo. Al final hay que hacer el esfuerzo de quedarse con lo bueno, los viajes, los amaneceres, las cacerías y el haber jugado con el infortunio hasta arrancar un empate que sabe a victoria.
En sus líneas, e imagino que también en sus actos, no veo injusticia, ni importunidad, ni desmesura. Nadie llora una hora por un melón y una sandía, nadie. Usted, como yo, lo sabemos.
Será un placer seguirle los pasos y leer sus líneas el año que viene que será, tal y como dicen los astros, el que le dará todas las alegrías que se merece.
Feliz año nuevo, querida ETDN.
Marina, preciosas líneas de vida, miedo, lucha y sueños.
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