Miércoles 17 de
septiembre de 2014
Hoy ha vuelto la lluvia a Madrid y toda la melancolía de septiembre de golpe. En el camino de vuelta a casa el reproductor de música
escupe canciones antiguas que traen recuerdos no convocados y reavivan
nostalgias pasadas, presentes y futuras. Los Secretos, Revólver, esas otras
vidas que creí dejar atrás pero que a veces vuelven y se proyectan en este
ahora de tránsito, de cambio de estación y de piel. Sigo dejando mis huellas en
los sobres de las cartas que no escribo, me muerdo los dedos para no teclear
mensajes a destinatarios que no desean recibirlos, que ya no piensan en mí, que
quisieron olvidarme.
Jabois escribe sobre Boyhood y me brota toda la emoción que
no sentí mientras la estaba viendo. Uno no elige cuándo ni cómo le llegan los
sentimientos o las emociones. A veces
el clímax de un momento no se produce mientras se está viviendo, sino cuando es
procesado, recordado. Es entonces cuando adquiere significado, cuando explota y
lo llena todo, no dejando sitio para nada más.
En Boyhood se suceden las despedidas. Y caigo en la cuenta
de que en el fondo la vida es eso: una sucesión de despedidas, un dejar atrás
casas, amigos, objetos, lugares donde fuimos (a ratos felices, a ratos
infelices, pero fuimos). La gente suele decir que hay que atrapar el
momento, pero yo creo que es justo al revés: son los momentos de la vida los
que nos atrapan a nosotros. Como si siempre fuera ahora mismo. Momentos.
Los momentos que se quedan en nuestra memoria, sin que sepamos por qué unos
recuerdos permanecen y otros no. Eso es Boyhood. Eso y más. Es recordarnos que
las decisiones que tomamos afectan a otros. Que cuando somos pequeños nuestra
vida la marcan otros, padres, profesores, sin que tengamos mucho margen de
acción. Que son las elecciones a las que no damos importancia las que pueden
llegar a ser importantes. Y que las decisiones que creemos trascendentes con el
tiempo se matizan y pueden revertirse.
El tiempo. Esa sensación tan subjetiva y a la vez el más
real de nuestros condicionantes. Mientras veía la película pensaba que ojalá
Mason no creciera más y a la vez quería verlo crecer. Imagino que es algo que
los padres sienten toda su vida sobre los hijos. En esta entrevista , el propio
Linklater dice que Boyhood podría haberse titulado Paternidad. Esa madre que ve a su hijo de 18 años irse a la
universidad y le reprocha su alegría por marcharse, mientras ella siente cómo
su vida se vacía. Como espectadora, veía a Mason de pequeño, guapo, bueno,
ingenuo y, cual guardián entre el centeno, quería preservarlo así. Iba
creciendo y en cada edad tenía su encanto. Esa es la genialidad de Linklater.
Darnos la posibilidad de verlo crecer y hacerse más libre, más consciente de sí
mismo, más capaz de tomar sus propias decisiones, de tener sus propios
pensamientos. Y sus propias vivencias. En sus etapas de infancia sus vivencias
son también de otros (su madre, su hermana, sus hermanastros, su padre). A medida
que se hace mayor sus experiencias se van haciendo íntimas. Sus diálogos con
las chicas, con cada una de ellas, son sólo suyos. Su mirada, a través de la
fotografía, también. Impagable el diálogo con el profesor en el cuarto de
revelado. Claves de vida que a ciertas edades no siempre escuchamos o estamos
preparados para comprender.
El poso que deja Boyhood es a posteriori. Me vienen ahora
escenas, gestos, que en la proyección me dejaron indiferente. No puedo parar de
escuchar su banda sonora, y echo de menos en ella las canciones que el
personaje de Ethan Hawke (para siempre Jesse) compone para sus hijos. Y, sí,
lloré en esas escenas de road movie con esta canción de fondo, que habla de la
importancia de dejar marchar a las personas que amamos cuando ellas quieren
volar lejos, cuando necesitan salir a vivir otras vidas. Nuestra necesidad de
ellas no va a cambiar sus deseos, ni sus ambiciones. Y entonces es mejor
dejarlas ir, aunque se lleven una parte de nosotros, aunque nos dejen a solas
con nuestro vacío.
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