El cuerpo aún caliente de sol y
la piel dorada de mar, sudando sal, suave y bella como se pone al final de cada
verano, ese único par de semanas al año que se vuelve terciopelo y guante,
caramelo puro.
El efecto visible durará apenas
unos días más y después no quedará más que anhelo del color del verano, de ese
tacto que se perderá con el otoño, con los días cortos y las noches frías. En
nada volverá la palidez y la aspereza, la imperfección que habrá que camuflar
con maquillaje y artificio, la luz mortecina que azulará las venas y helará la
sangre. La necesidad de esconder sustituirá al impulso de mostrar y todo será
más triste.
Desaparecerá el brillo en los
ojos, la posibilidad y la promesa, el horizonte del viaje y el descanso. El mar quedará lejos, las
piscinas cerrarán, las terrazas nos esperarán en vano y se hará más difícil
caminar cuando el viento nos abofetee en la cara. Habrá que esconder las manos
para que no se nos congelen y los bolsillos se volverán piedra.
Los atardeceres cada vez más tempranos y los amaneceres fríos anticipan
el fin del verano, aunque los días aún nos hagan creer que no se acabará nunca.
El sol nos ciega y la luna nos engaña, pero se nos aparecen desplegando belleza
y seguimos teniendo esperanza porque la alternativa es la ausencia de vida.
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