Tirarse al fuego. Deseo de arder, de quemarlo todo. Destruir
o purificar. Abrasarse y renacer. Ceniza y después qué. La sed, el agua. El
frío tras el calor. La sucesión natural de los estados. Sólido, vapor, líquido.
Humo. Fumatas negras hasta lo blanco. Expiación de los pecados, propios y
ajenos, los que asumimos y los que no nos corresponden, y tal vez un atisbo de
purificación. Llega un momento en que ya no es posible la pureza. Ni la vuelta
atrás. Sólo desear el fuego y el abismo de la llama, que nos mira porque lo
miramos.
El espectáculo inabarcable del fuego, como el mar. No puede
cansarse uno de contemplar el fuego ni de mirar el mar, con sus sonidos de
sirenas. Crepitar de chispa, rumor de ola. Dónde está la fuerza y dónde la
calma. Una gota puede destruir más que una explosión, una chispa más que un
diluvio. Es cuestión de tiempo y paciencia: medir las horas y las distancias,
ese arte. La dificultad del equilibrio. Su imposibilidad casi siempre.
Esta noche habrá hogueras. Y quizá las apague la lluvia.
Fuego y agua, esa lucha. Quién aviva a quién. Quién quema y quién ahoga. Dónde
la furia y dónde el silencio que mata.
Qué destruir y qué no. Cómo elegir. Quemar o salvar. Arrasar
la tierra y volar los puentes para no volver. No dejar enemigos ni testigos que
nos recuerden quiénes fuimos. No dejar esqueletos ni cadáveres. Sólo cenizas y
horizonte.
1 comentario:
Como si en realidad pudiéramos elegir nosotros qué quemamos y qué no. Quién nos quema y quién no.
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