Cambiando la liturgia de
aeropuerto por una banda sonora de carretera, on the road again, por
segunda vez en este 2013, llegamos a Elvas de atardecer y buscando el
hotel nos casi perdimos para encontrar una puesta de sol tumbándose indolente
sobre los campos, posando con descaro para el objetivo de nuestras cámaras.
Nunca deja de sorprenderme la luz del ocaso de los veranos, con esos reflejos a
veces inverosímiles que lo iluminan todo de irrealidad y promesa, anticipando
noches que invitan a ser vividas con una intensidad que sólo parece posible en
estos meses, en la calidez de una intemperie tibia que azuza el deseo. No fue
tibia la noche portuguesa, pero sí cálido el trato del dueño de la Tasquinha
Alentejana, que nos preparó una mesa en un santiamén y nos sirvió con
amabilidad y simpatía.
Pese al frío, hubo algo de mágico en aquella cena, un
aura de protagonistas de una peli europea de Woody Allen, de personajes en medio
de ningún sitio con la única obligación de disfrutar de lo que se les ofrece.
No es Elvas, con sus cuestas empedradas, un sitio agradable para el paseo,
especialmente si una va en sandalias de verano. Pero hubo paseo y una sensación
de haberse transportado en el tiempo décadas atrás. Quizá era así España, los
pueblos españoles de los que nos hablaban nuestros padres y abuelos, quizá lo
sigan siendo así ahora - no lo sé, siempre he vivido en el centro de la capital
- con sus ancianas en las puertas y sus gatos callejeros, con sus familias
gitanas deambulando por sus estrechas callejuelas.
Al día siguiente, amanecer con
vistas al acueducto, desayuno de hotel, carretera, Estremoz desierto en
domingo, sol de mediodía y todo cerrado - así era España antes, vuelvo a pensar
- menos la tienda para turistas donde, disciplinados y alegres, compramos
botellas de vino portugués y helado. Más carretera y parada a comer en Setúbal,
confiados. Vueltas para encontrar un sitio, el desconocimiento de los lugares
de los que no se tiene referencia. Arroz con marisco, decía la carta, aunque
era más bien arroz con cilantro, pero cuando uno tiene la disposición de
disfrutar disfruta con cualquier cosa. Más helado bajo la sombra de un árbol,
sobre un césped verde y fresco con vistas a la playa, la brisa agitando las
banderas, Troia a lo lejos, apuntándose en el mapa de algún viaje futuro.
Viviendo el momento, confiados con la hora. Intercambio de mensajes con la
dueña de la casa, para avisar de nuestra llegada, sobre las 6. Parecía un
cálculo realista salir con más de una hora de antelación para recorrer 47
kilómetros por autovía. Pero no. Las tardes de domingo de finales de julio son
hora punta de regreso de las playas de Caparica, al sur de Lisboa. Como Madrid
no tiene playa ni únicamente dos puentes para acceder a ella por carretera
desde el sur, no caímos en ese detalle lisboeta. Y lo que iba a ser media hora
de carretera para por fin llegar a nuestro destino, al final fueron casi dos
horas prácticamente a coche parado. Nuestra anfitriona, Tessa, recibió con
paciencia y el mejor de los ánimos mis mensajes desesperados, en pleno atasco.
La tardanza en llegar al puente
25 de abril no restó emoción a tan impresionante entrada a la ciudad, tendida
sobre el Tajo, esperando a los visitantes hermosa y relajada, dejándose
admirar, proyectándose en el río haciéndose mar, jugando a diluirse desde la
seguridad y la firmeza de sus siete colinas, de su castillo, de sus tejados. Y
enfrente el Cristo Rei un poco desafiante, vigilando la ciudad desde la otra
orilla, protegiéndola con sus brazos abiertos.
Y todavía nervios a la llegada a
la casa, aunque no hubiera motivos, porque Tessa lo hizo todo fácil. Desde el
primer momento la casa se hizo hogar, con su balconcillo con vistas de tejados,
azulejos y Tajo, con su patio trasero de árboles y flores, con sus habitaciones
encantadoras y amplias, su luz, sus libros, su cocina ideal, su bienvenida de
vino blanco en la nevera y bandeja dispuesta para el desayuno.
Pese al cansancio, tiempo para
deshacer maletas, una ducha rápida y un primer paseo por Sao Bento, suficiente
para saber de las cuestas lisboetas, del relente de sus noches, de sus encantadores
restaurantes clandestinos.
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