Hoy se ha ahogado un chico en la playa. Muy joven, veintipocos años. Salía del agua y se ha desplomado. Eso nos han contado. Como todos los días, hemos ido a pasear por la playa. Es una playa larga, unos tres kilómetros de ida y la correspondiente vuelta. Una hora de camino, más o menos, con alguna parada para un chapuzón rápido, unas brazadas. Hemos dejado las sillas donde siempre y al volver hemos encontrado el revuelo: corrillos de gente y una ambulancia del SAMUR que se lo llevaba. Nuestros vecinos han sido testigos de todo, han ayudado a sacarlo del agua y han llamado al 112. Nadie hablaba de otra cosa.
La paz de una mañana de playa en agosto súbitamente alterada.
Dicen que lo han estado reanimando más de media hora y nada. Que estaba muy pálido. Que si un corte de digestión. Que si un infarto. Que se ha mareado y se ha quedado quieto en el agua. Los niños lo contaban a gritos, excitados e impresionados, un poco asustados, quitándose las palabras los unos a los otros.
Un chico ha muerto a pocos metros de nuestro lugar habitual del baño y nosotras ni nos hemos enterado.
Por la tarde la playa había vuelto a la normalidad, como todos los días, como otra tarde cualquiera. La gente bañándose como si nada. La vida, al final, se impone a la muerte, por más que ésta sea implacable. Pero la obligación de los vivos es ignorarla y seguir viviendo.
Este episodio me ha recordado esa famosa anotación en el diario de Kafka, el 2 de agosto de 1914: "Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar".
Yo también he ido a nadar hoy. He nadado por la tarde y posiblemente estaba nadando cuando ese chico ha muerto. En el lugar acertado, imagino.
1 comentario:
Más que ignorarla, creo que la cosa es convivir con su presencia. Sin aspavientos.
(Léase "Ad se ipsum", de Marco Aurelio, para abundar en la estoica idea).
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