Perderse sin mapa por las calles de una ciudad que nunca se ha pisado. Recorrer plazas sin nombre, monumentos sin foto previa, sin recuerdo adquirido. Deambular sin memoria, dejándose guiar por los propios pasos. Descubrir rincones, encuadres que encajan en la mirada. Improvisar rutas sin itinerarios establecidos. Dibujar el recorrido con las propias huellas, preguntándose si se volverán a pisar estas mismas calles alguna vez y sabiendo que, de hacerse, será de otra manera, en quién sabe qué otras circunstancias. Viajar es recolectar vivencias, acumular paisajes, elaborar recuerdos u olvidos.
Sentarse en una terraza y esperar, leer el periódico, tomar el sol, dejar que el tiempo pase, que las horas transcurran lentas porque no hay prisas ni horarios de visita. Dejarse guiar, dejarse ir. Estar, simplemente. Darle a lo que se hace un valor que reside en la distancia geográfica: hallarse en un lugar en el que antes no se ha estado, al que no sabemos si se va a volver. Disfrutar de la ruptura que supone todo viaje.
Viajar por la necesidad de desplazarse, de no quedarse quieto, de cambiar de aires. Viajar para cumplir promesas, obligaciones o cuentas pendientes. Viajar para saldar sueños o celebrar futuros. Viajar para reencontrarse con viejos amigos o para reconocer el rostro de los que aún no se conocen.
Viajar y ser consciente con tristeza, desconsuelo, alivio o fastidio que el viaje tocará a su fin en horas, días, semanas. El tiempo del viaje es una cuenta atrás y su significado se elabora en cada jornada. Se viaja desde antes de partir y hay viajes que no acaban con la vuelta a casa.
Viajar para conocerse y descubrir lo que ya se sabía o debería haberse sabido, pero con una certeza nueva. El desplazamiento nos devuelve distintos.
O viajar para descubrir que no había nada que descubrir, para valorar las rutinas cotidianas con otra perspectiva. Viajar para constatar que la vida es parecida en todos los sitios, que soñamos con lo que se desconoce precisamente por desconocido. Viajar para asumir que se desea volver y anhelar que ojalá haya cambiado la mirada sobre la propia ciudad, sobre la propia existencia.
1 comentario:
No viajar embrutece.
No recuerdo el dato exacto, pero parece que en el medievo, la media de la distancia máxima a la que el 95 por ciento de los europeos se había alejado, alguna vez, de su lugar de nacimiento, esta distancia máxima, como digo, era de cinco o seis kilómetros.
Fue una era embrutecida, pues.
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