Hay momentos en la vida que traen consigo su propia música.
Canciones que ponen letra a ciertas vivencias, a determinadas personas, y que
quedan asociadas a ellas para siempre jamás. A veces el descubrimiento de un
cantante, de un album, de una banda sonora marca una etapa de la biografía. En
ocasiones son compañías pasajeras, cuya cercanía agotamos hasta la extenuación
y de manera intensa durante un breve periodo, que quedan relegadas cuando otra
melodía, menos gastada, nos invade con burbujeante novedad. Pero, ay, de vez en
cuando se produce el milagro de la emoción que llega para quedarse, de los
amores eternos que van calando poco a poco de manera irreversible, hasta
pegarse al hueso, que hacemos sangre de nuestra sangre. Hay músicas que, una
vez escuchadas, ya no se van de la cabeza, y pueden llegar a obsesionarnos.
Entonces llega la fiebre, y el deseo de saber de ese artista, de indagar sobre
su discografía, de saber quién es, qué ha hecho, qué hará. Buscamos todo sobre
su música, sobre su vida, entrevistas, videoclips, actuaciones, conciertos. A
través de la música nos interesa la persona. A veces, sólo llega la decepción
más absoluta: el músico fascina pero no el que queda al bajarse del escenario,
como consagró Enrique Urquijo en esa maravillosa historia que es Ojos de gata.
Otras veces, persona y personaje, artista y el que queda al despojarse de la
guitarra o el micrófono son uno, y nos sigue interesando el ser humano que hay
detrás del nombre. Hay otras ocasiones en que uno descubre a la persona y
después llega su música.
Me sonrojé por mi ignorancia hasta la fecha del documental Searching for Sugar Man, pese a haber ganado el Oscar, y corrí a la
cartelera por si aún estaba a tiempo de verlo. Ventajas de vivir en Madrid,
donde aún quedan cines como los Renoir, (crucemos los dedos para que sigan por
mucho tiempo). Confieso que no soy una entusiasta de los documentales, pero fui
a ver este con una ilusión que hace tiempo no siento al ir al cine (salvo
excepciones, como la impaciencia por que se estrene Antes de la
medianoche, la tercera parte de la historia de Jesse /Ethan Hawke y
Céline/Julie Delpy que Richard Linklater nos regala cada diez años. Quien no
haya visto Antes del amanecer y Antes del atardecer que
corra, ya, en cuanto acabe de leer este artículo y de ver Searching for Sugar
Man). Sesión de tarde de un domingo de abril con la primavera estallando en la
ciudad en todo su esplendor. Nada de palomitas, que el cine hay que respetarlo.
Ganas de conocer la historia de Rodríguez, de escuchar su música.
Desde la primera escena ya está uno dentro del 'mundo
Rodríguez'. Un coche, una carretera de costa, un atardecer entre acantilados. Y
las notas de Sugar Man. La música. La voz. La letra que a priori no
entiendes pero que a medida que se desgrana en subtítulos reconoces ya como
imprescindible.
La pasión, la fe, la búsqueda de dos tipos que en la otra
punta del mundo, se interesan, se preguntan, se cuestionan, y se dejan
arrastrar por la curiosidad, por un cierto sentido de la justicia, nacido de la
admiración y de ese afán de todo seguidor por llegar a conocer al ídolo que ha
conseguido conmoverle con su arte, que ha marcado la biografía y que se siente
como algo propio. El peregrinaje tras la pista de Rodríguez, las ciudades que
nombra en sus canciones, Londres, Ámsterdam, sin éxito. Todas esas leyendas
urbanas sobre su desaparición, sus mil maneras de morir. El callejón sin
salida, la tentación del abandono, la cruda realidad como profecía autocumplida
(el primer album de Rodríguez se llama Cold Fact, el segundo Coming from
reality). Y entonces un nombre en una de las letras, un clavo ardiendo del que
tirar, un soplido a la flauta de la suerte. Y sonó. Met a girl from Dearborn, early six o´clock this morn. A cold
fact. Dearborn, Wayne, Michigan. Detroit, cuna de la Motown, y del
propio Rodríguez, criado en el sonido de sus calles, de sus fábricas, de sus
pubs, de sus esquinas.
Y después la emoción de rescatar al ídolo. De saberle vivo,
dedicado a sus cosas, a su familia, a la construcción, a vagabundear por los
suburbios de Detroit durante más de veinte años, sin haber grabado un tercer
disco porque sus otros dos nadie quiso comprarlos. De recibir una llamada suya,
de escuchar su voz al otro lado de la línea. De contarle que es un mito en
Sudáfrica. Que sus canciones son tan importantes para varias generaciones como
las de Dylan o Simon y Garfunkel o los Beatles o los Rolling o Elvis Presley y
que sus letras se convirtieron en himnos de libertad contra el apartheid. Que
su música, a pesar de estar prohibida y censurada, despertó conciencias e
inspiró a músicos blancos que se levantaron contra el régimen.
Rodríguez parece encarnar la máxima de Samuel Beckett ante
el fracaso: "Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa
mejor". Sus discos no se venden en Estados Unidos y es despedido de la
discográfica dos semanas antes de Navidad, como él mismo había anticipado en
una de sus canciones. Sus discos se venden por millones en Sudáfrica pero nadie
tiene noticia de ello y por descontado él no recibe un dólar. Decide
presentarse a concejal de Detroit y queda en el puesto 139 de 169. Y a pesar de
los reveses en cada intento, Rodríguez no se siente un perdedor. No es un
fracasado atormentado y llorica. Simplemente acepta la realidad. The cold facts. Volviendo otra vez a ella y
levantándose. Coming UP from reality, podría decirse, haciendo un
forzado juego de palabras. Como si, en el fondo, no esperara otra cosa. No le
salen los proyectos y sigue a lo suyo sin frustrarse en exceso. Tampoco se
tortura por el pasado, por esa vida no vivida y que tal vez, si la justicia
poética fabricara realidades, hubiese sido la que le correspondía. "Tenía
la sensación de haberlo logrado", dice Rodríguez, hablando de cómo se
sintió tras grabar su primer disco. Y con eso le bastó durante toda su vida.
Lo de después, el encuentro con los que quisieron
resucitarle, el viaje a Sudáfrica, los conciertos, fue como un bis al final de
una actuación. Se toca sabiendo que ya todo ha terminado, que no habrá más
canciones después. "Gracias por mantenerme vivo", dice, en ese
concierto único y mágico en el que fue ídolo, artista, príncipe. Todo lo que ya
era, pero esta vez con público, para el público, para su público.
Y si la historia que cuenta el documental es fascinante, también su
elaboración es una historia. El director sueco Malik Bendjelloul, conoció la
historia en 2006, por boca de uno de los protagonistas, Stephen Sugar
Segerman. En seis meses completó un 80% de la película, que en principio iba a
ser un documental de media hora para televisión, pero no encontró productor.
Aunque curtido como director de documentales, este era su primer largo. Él
mismo hizo la animación, la música y el montaje. Tardó otros tres años en
completarla. Para entonces ya había encontrado unos productores que creyeron en
el proyecto. Pero no sin dificultades: en tres minutos al teléfono, después de
varias llamadas sin pasar de la recepcionista, tuvo que convencerles de que su
historia era tan buena como para merecer un Oscar.
1 comentario:
¡A mí me encantó la película! Digamos que está en mi top de las de este año. Además es de las que te dan muy buen rollo, que sales del cine contento y capaz de cualquier cosa. ¡Qué hombre tan interesante!
Antes de meterme en la sala del Renoir (tú lo dices: bendición de cine), escuché la BSO en el Spoti y sin saber ni un ápice de su historia -ni quererla saber hasta ver la peli- me fui para allá.
Recomendadísimas película, música y, sobre todo, persona.
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