Voy a la Feria del Libro desde que tengo memoria. Festín de mayo y junio, de brazos al aire y verde en los ojos. La algarabía alegre al salir del colegio, merienda de jamón de york dulce y termo para rellenar en la fuente de la Rosaleda. El Retiro, mi paraíso de la infancia aunque entonces no lo supiera como ahora. El pulmón por el que respiro y paseo, pienso, hablo, comparto, atravieso, sueño, creo, invento la felicidad al ritmo de pasos sin rumbo y sin prisa. Entonces era el premio de las tardes de primavera, el calor ya acechando y la luz de las seis, las siete, de pronto tan limpia. Marionetas en el Palacio de Cristal, primera consciencia de la dicha de recibir historias, casi antes de conocer el cine. Y siempre los libros, cuando la Feria no estaba instalada en el paseo de coches sino en el lateral, al lado de los jardines de Cecilio Rodríguez. Barco de Vapor, Alfaguara juvenil, Bruguera, Molino. La compra adelantada de los libros de vacaciones, a las puertas del curso casi cerrado. El ansia de ir pidiendo pegatinas y marcapáginas en cada caseta, con ese tesón incansable de los niños a los que aún no les cuesta pedir las cosas. Y, por lo general, rostros amables, sonrisas incluso en las negativas. El olfato de intuir en qué casetas preguntar y en cuáles no, pequeños aprendices de detective, con afán de aventura. Conseguir una chapa equivalía a encontrar un tesoro. Un año, o dos, no lo recuerdo bien, pusieron un circuito de mini karts en el paseo de coches y yo no me cansaba de montar, una y otra vez. Los sábados por la tarde de feria del libro tenían ese aire especial de fecha señalada, me gustaba estrenar algo, unos zapatos o unos calcetines o un polo nuevo, como cuando se celebra una fiesta. Gloria Fuertes siempre firmaba, mientras bebía incansable un whisky tras otro y decía que era té. De otros autores no me acuerdo, sólo de los amigos de mi padre, que solían dedicarme libros: Chiqui de la Fuente, Joaquín Aguirre Bellver, Carlos Jiménez. Después la cena fuera, el trinaranjus sin hielo, las croquetas y la tortilla en algún bar.
Creo que ningún año he dejado de ir. Ni siquiera en la adolescencia, edad de desencuentros con tantas cosas. Hacía mi lista de libros de la feria con antelación y seguía esperando la cita como si fuera la primera de mi vida. Llegó el tiempo de recolectar las primeras firmas, en mis propios libros. Y cada año la feria más masificada, más agobiante, más feria que nunca, más fiera, más firmas. Autores famosos y famosos-autores. Pero siempre un rato para escaparme a la feria, incluso en plenos exámenes, un pequeño respiro para empaparme de otros libros, los no obligatorios, los que buscaba por placer, los que no requerían memoria para un examen, sino la lectura sin más.
Desde hace unos años la feria es sinónimo de amigos. Amigos escritores que firman, amigos editores a pie de feria llueva o haga sol, amigos libreros. Una forma nueva de vivirla, desde el otro lado, desde dentro hacia afuera, con acceso a casetas, a fiestas editoriales. Una cita anual que produce la excitación del encuentro con un amante, algo intenso y esporádico, tres semanas que durarán meses, alargándose en el recuerdo de lo vivido o en la imaginación de lo proyectado hasta el año siguiente. Algo, en fin, irrenunciable.