Se alarga el verano en este octubre que es luz y promesa. No se vislumbra el otoño y la irrealidad se multiplica. Los 27 grados de la calle son una anacronía perturbadora. Las mujeres visten botas con tirantes; tienen ganas de invierno pero siguen luciendo hombros bronceados, aún no teñidos de la palidez que pintan los interiores a partir de noviembre. Los hombres sudan bajo las chaquetas, el implacable uniforme de oficina no entiende de estaciones. Las colegialas adolescentes destapan con descaro sus piernas bajo minifaldas grises o cuadriculadas que las vuelven más deseables que cuando se disfrazan con ropa de calle.
El sol calienta aún. No hay anticipo de lluvia, ni se la espera. Por las noches basta una colcha o un cuerpo al lado para sentirse a gusto, las manos se mantienen tibias lejos del mordisco del frío que habrá de llegar. Pero no ahora. No todavía.
El otoño es la estación que mejor le sienta a esta ciudad, que en los días más luminosos se vuelve dorada y para a contemplarse bajo un sol que acompaña y acaricia. La lluvia es clemente en octubre y noviembre, se acoge con gusto tras los rigores del verano y permite estrenar calzado y abrigo, desempolvar paraguas y sombreros. Madrid se convierte en pasarela elegante de mujeres que se gustan con sus ropas nuevas. Y a los hombres les sienta mejor la ropa de invierno, o de entretiempo, que la dejadez a la que obligan los rigores del verano. Con camisas, jerseys, cazadoras y zapatos o botas lucen más viriles.
Las tardes invitan a poblar los cafés o las casas ajenas, en busca de calor y compañía tras las idas y venidas del verano que mantienen más alejados o distantes a los amigos y las rutinas.
En octubre todo vuelve a su cauce, lejano el descontrol estival, el ajetreo y el desorden. Octubre es tiempo de calma, de los últimos paseos vespertinos antes de que caiga el sol con su implacable belleza. Los atardeceres progresivamente tempranos son tan hermosos que duelen; reflejan la nostalgia de lo que no fuimos y arrastran la melancolía de lo que ya nunca seremos, aunque siempre queda un destello de futuro en forma de esperanza. El cielo de la tarde estalla en rosas y púrpuras que no se parecen a los anaranjados del verano ni a los añiles del invierno y que invitan a soñar durante los últimos minutos del día, en un instante forzosamente feliz.
Los amaneceres son limpios y brillantes. El sol nace con ímpetu y el día se impone con valentía a la noche, cada vez más larga y oscura. El sol se eleva rabiosamente naranja y amarillo, en los días más claros. Si los amaneceres son por lo general hermosos, los del octubre madrileño los superan a todos.
No hay luz comparable a la de Madrid en octubre.
Incluso en este octubre tan raro, que aún parece septiembre, en este verano impropio que arrastra muertes prematuras y ya empieza a pesar en el cuerpo y en el ánimo.
El sol calienta aún. No hay anticipo de lluvia, ni se la espera. Por las noches basta una colcha o un cuerpo al lado para sentirse a gusto, las manos se mantienen tibias lejos del mordisco del frío que habrá de llegar. Pero no ahora. No todavía.
El otoño es la estación que mejor le sienta a esta ciudad, que en los días más luminosos se vuelve dorada y para a contemplarse bajo un sol que acompaña y acaricia. La lluvia es clemente en octubre y noviembre, se acoge con gusto tras los rigores del verano y permite estrenar calzado y abrigo, desempolvar paraguas y sombreros. Madrid se convierte en pasarela elegante de mujeres que se gustan con sus ropas nuevas. Y a los hombres les sienta mejor la ropa de invierno, o de entretiempo, que la dejadez a la que obligan los rigores del verano. Con camisas, jerseys, cazadoras y zapatos o botas lucen más viriles.
Las tardes invitan a poblar los cafés o las casas ajenas, en busca de calor y compañía tras las idas y venidas del verano que mantienen más alejados o distantes a los amigos y las rutinas.
En octubre todo vuelve a su cauce, lejano el descontrol estival, el ajetreo y el desorden. Octubre es tiempo de calma, de los últimos paseos vespertinos antes de que caiga el sol con su implacable belleza. Los atardeceres progresivamente tempranos son tan hermosos que duelen; reflejan la nostalgia de lo que no fuimos y arrastran la melancolía de lo que ya nunca seremos, aunque siempre queda un destello de futuro en forma de esperanza. El cielo de la tarde estalla en rosas y púrpuras que no se parecen a los anaranjados del verano ni a los añiles del invierno y que invitan a soñar durante los últimos minutos del día, en un instante forzosamente feliz.
Los amaneceres son limpios y brillantes. El sol nace con ímpetu y el día se impone con valentía a la noche, cada vez más larga y oscura. El sol se eleva rabiosamente naranja y amarillo, en los días más claros. Si los amaneceres son por lo general hermosos, los del octubre madrileño los superan a todos.
No hay luz comparable a la de Madrid en octubre.
Incluso en este octubre tan raro, que aún parece septiembre, en este verano impropio que arrastra muertes prematuras y ya empieza a pesar en el cuerpo y en el ánimo.
Desde mi ventana
2 comentarios:
Las colegialas, ay, las colegialas y sus faldas, qué tendrán.
Y la virilidad. La que necesita guarecerse, poco viril es.
(¿Nos vemos el sábado?)
30 de octubre. Seguimos igual.
Tengo el balcón y la ventana del estudio abiertos.
Ni siquiera la luz es tan rabiosamente lenta como tú esperabas.
Publicar un comentario