Los días de lluvia mi padre me llevaba en metro al colegio. Un trayecto corto: estación línea gris, transbordo, escaleras, estación línea azul. Entonces, años 80, los vagones de la línea 6 eran los más modernos: azules y blancos por fuera, con asientos amplios, altos y mullidos de skay granate por dentro, espalda contra espalda. Monté por primera vez en esa línea para ir a casa de mi abuela, un día que estrenaba zapatos rojos y un vestido de flores. La línea se inauguró en 1979 y comprendía desde Pacífico a Cuatro Caminos. Allí, transbordo a la línea 2, hasta Quevedo. A casa de mi abuela iba con mi padre, los sábados. Mi madre casi nunca nos acompañaba. El tramo desde la boca de metro a la calle Magallanes, donde vivía mi abuela, era corto y mágico, porque suponía parada en los recreativos donde yo me montaba a veces en un coche, otras en un helicóptero y alguna que otra en una mini-noria. No recuerdo si me gustaba ir a casa de mi abuela, pero sí recuerdo el premio de montar en los cacharros que suponía cada visita.
Pero a mí me gustaba más la línea 1. Los vagones eran blancos y rojos por fuera. Por dentro los asientos eran de madera. Mi lugar favorito era el final del último vagón. Mi padre me aupaba y me fascinaba mirar la oscuridad del túnel a través de la ventanilla. La estación se iba alejando y el aire subterráneo entraba a través de un ventilador, en un chorro de olor inconfundible.
Me encantaba el viaje, pero no la lluvia de fuera. Los días nublados mi madre me ponía la camiseta térmica -la famosa Damart, que al quitarla daba calambre y electrizaba el pelo- y sacaba unas botas katiuskas con borreguillo por dentro, que protegían del agua de fuera pero empapaban los leotardos de sudor, porque si llovía eran imprescindibles los leotardos, blancos o marrones, los dos únicos colores que permitían las monjas, a juego con el uniforme escolar.
Y tenía un paraguas de Micky Mouse con un mango rojo, de plástico transparente y con forma de hongo. Me encantaba el paraguas, pero nunca me gustaron los días de lluvia, con su luz gris y extraña, con la frialdad de fluorescente que transformaba la clase en el lugar más inhóspito del mundo, con los recreos de confinamiento en el aula, el pasillo o el gimnasio, donde siempre olía a sudor y a zapatos usados, ante la prohibición de salir a los charcos del patio.
Treinta años después evito el metro siempre que puedo, disfruto comprando paraguas pero prefiero no tener que usarlos y siguen sin gustarme los días de lluvia.
5 comentarios:
Aquí no había metro... Sí días de lluvia. Los he tapado con papel absorvente.
Habría que verla con ese paraguas de Myckey Mouse...
Genial, yo también recuerdo verte con tu padre en el patio del cole. ¡Q suerte! Creo que mi padre nunca pudo ir a buscarme...
¡Carolina! ¡Bienvenida! Sí, jaja, tú eras de las suertudas que vivías enfrente del cole, yo más lejos, por eso venía mi padre a mediodía y mi madre por la tarde, jeje. Seguro que recuerdas el paraguas de Mickey, jajaja. Un besote
Me gusta mucho lo que has escrito. Tienes madera. Besitos
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