Rescato un antiguo relato del taller. El tema era esta magnífica foto de David Ruiz (si queréis ver su estupenda colección, id AQUÍ), titulada "Adiós, Europa, Adiós".
copyright: David Ruiz
EL HOMBRE DEL FERRY
El hombre del ferry ve la tierra alejarse y piensa en el horizonte que deja atrás. Las nubes cubren la orilla que sabe ya perdida. El agua se revuelve turbia, la espuma marca el camino a la inversa, ya ha ido, y ha vuelto. Y ahora toca regresar para siempre.
El hombre que se asoma al mar siente el viento en la cara y a su pesar se piensa vivo. Ojalá tuviera valor para lanzarse al agua. Se sabe solo en un barco fantasma pero sigue siendo un cobarde.
El hombre que viaja sin compañía vuelve a un lugar del que fue expulsado con ira, al que juró no regresar nunca. La palabra se volvió en su contra y él cambió de continente. Escapó de los que dictan muerte y se ganó una vida en el mundo equivocado. Él decía: “libertad” y se le abrían las puertas. Las Universidades, las grandes publicaciones, las televisiones, los Parlamentos, los Foros internacionales. Hablaba de paz y por dentro sólo pensaba: “guerra”.
El hombre del ferry no quiere ser reconocido. Muchos conocen su nombre, algunos su rostro. Pero ahora nadie se atreve a señalarle. Regresa anónimo al valle de lágrimas, al lugar donde se gestaron sus desgracias y también la felicidad más feroz, la que no entiende de contratiempos ni religiones, la que se manifiesta sin duda y con total plenitud; al lugar en el que conoció a Amina, a la tierra en la que engendraron a Fátima. Ellas regresaban tres o cuatro veces al año. Para que la niña no olvidara de dónde procedía. Para sellar afectos y aferrar raíces. Para que este paisaje permaneciera en sus ojos. Para que no olvidara su propia lengua, el idioma de sus padres. Para que no creciera en el odio a un pueblo al que hubiese sido injusto culpar de la ceguera fanática de unos pocos.
El hombre en el exilio fue orgulloso: nunca quiso volver. Lo camufló de dignidad, y el mundo civilizado le aplaudió, pero tal vez fuera sólo miedo.
Ahora volver es cobardía. No es valiente quien vuelve como víctima, como hombre acabado. No es valiente quien vuelve con un salvoconducto para enterrar a su mujer y a su hija, para esparcir sus cenizas en el huerto de la casa familiar.
El hombre solitario empieza a tener frío y sabe que mañana la humedad de los huesos no le dejará levantarse pero no va a moverse de esa barandilla. Ser superviviente es su castigo. Quiso huir de la muerte y ella le dejó vivo para reírse en su cara, para obligarle a ir a reconocer los cadáveres a aquella morgue multitudinaria e improvisada. Para que volviera a caer sobre él todo el peso de los que odian, que carecen de nacionalidad vengan de donde vengan porque su naturaleza no es humana. Huyó y la muerte le encontró en Madrid, por cuerpos interpuestos.
El hombre que regresa sintiéndose un anciano vencido sabe que no pasará mucho tiempo antes de que se borren sus caras, sus voces. Que cada once de marzo verá sus nombres formando parte de esa lista maldita y que no olvidará, aunque a veces intente recordar y no pueda. Aunque otras no sepa hacerlo sin romperse.
Empieza a oscurecer y el hombre del ferry cree ver encenderse algunas luces en la falda de la montaña mientras sigue mirando a España, a Europa, que apenas son ya una línea tenue más allá del agitado mar del Estrecho.
El hombre que se asoma al mar siente el viento en la cara y a su pesar se piensa vivo. Ojalá tuviera valor para lanzarse al agua. Se sabe solo en un barco fantasma pero sigue siendo un cobarde.
El hombre que viaja sin compañía vuelve a un lugar del que fue expulsado con ira, al que juró no regresar nunca. La palabra se volvió en su contra y él cambió de continente. Escapó de los que dictan muerte y se ganó una vida en el mundo equivocado. Él decía: “libertad” y se le abrían las puertas. Las Universidades, las grandes publicaciones, las televisiones, los Parlamentos, los Foros internacionales. Hablaba de paz y por dentro sólo pensaba: “guerra”.
El hombre del ferry no quiere ser reconocido. Muchos conocen su nombre, algunos su rostro. Pero ahora nadie se atreve a señalarle. Regresa anónimo al valle de lágrimas, al lugar donde se gestaron sus desgracias y también la felicidad más feroz, la que no entiende de contratiempos ni religiones, la que se manifiesta sin duda y con total plenitud; al lugar en el que conoció a Amina, a la tierra en la que engendraron a Fátima. Ellas regresaban tres o cuatro veces al año. Para que la niña no olvidara de dónde procedía. Para sellar afectos y aferrar raíces. Para que este paisaje permaneciera en sus ojos. Para que no olvidara su propia lengua, el idioma de sus padres. Para que no creciera en el odio a un pueblo al que hubiese sido injusto culpar de la ceguera fanática de unos pocos.
El hombre en el exilio fue orgulloso: nunca quiso volver. Lo camufló de dignidad, y el mundo civilizado le aplaudió, pero tal vez fuera sólo miedo.
Ahora volver es cobardía. No es valiente quien vuelve como víctima, como hombre acabado. No es valiente quien vuelve con un salvoconducto para enterrar a su mujer y a su hija, para esparcir sus cenizas en el huerto de la casa familiar.
El hombre solitario empieza a tener frío y sabe que mañana la humedad de los huesos no le dejará levantarse pero no va a moverse de esa barandilla. Ser superviviente es su castigo. Quiso huir de la muerte y ella le dejó vivo para reírse en su cara, para obligarle a ir a reconocer los cadáveres a aquella morgue multitudinaria e improvisada. Para que volviera a caer sobre él todo el peso de los que odian, que carecen de nacionalidad vengan de donde vengan porque su naturaleza no es humana. Huyó y la muerte le encontró en Madrid, por cuerpos interpuestos.
El hombre que regresa sintiéndose un anciano vencido sabe que no pasará mucho tiempo antes de que se borren sus caras, sus voces. Que cada once de marzo verá sus nombres formando parte de esa lista maldita y que no olvidará, aunque a veces intente recordar y no pueda. Aunque otras no sepa hacerlo sin romperse.
Empieza a oscurecer y el hombre del ferry cree ver encenderse algunas luces en la falda de la montaña mientras sigue mirando a España, a Europa, que apenas son ya una línea tenue más allá del agitado mar del Estrecho.
2 comentarios:
Tu capacidad narrativa me parece fascinante. Se empatiza sin necesidad de detalles nimios ni descripciones berborréicas.
¡Gracias, Elena! Con lectoras como tú dan ganas de no dejar de escribir. Un besazo
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