Y no me canso de ver las imágenes, los goles. Repetidos una y otra vez. Cuando llegué en la madrugada del domingo a casa, cansada pero sin sueño, busqué resúmenes, crónicas, estampas. Necesitaba verlo. Otra vez. Desde otros ángulos, tranquilamente, sola en casa. Y me sentí extraña, porque no soy especialmente futbolera. Me gusta el buen fútbol, los buenos partidos. Desde siempre, supongo. Desde aquel Mundial 82 en el que, a mis ocho tiernos años, me sabía los colores de todos los equipos y algunas alineaciones, que había rotulado cuidadosamente en pequeños circulitos fabricando el Campeonato Mundial de Chapas a mi medida. Me recorrí los bares del barrio pidiendo a los camareros chapas que no estuviesen dobladas, le ordené a mi madre que comprara botellas de dos litros de Coca Cola porque necesitaba tapones-porteros.
Después vibré con aquel mítico 13-1 a Malta. Luego me hice mayor, supongo, y el fútbol dejó de interesarme. Vi cómo el Real Madrid ganaba la Séptima en el Pabellón de la Ciudad Deportiva, cubriéndolo para la agencia de noticias en la que trabajé durante aquel mes. Después tuve un novio madridista y vi cómo ganábamos la Octava, y llegué a ir al Bernabeu y a la Cibeles a celebrarlo. Después tuve otro novio con el que vi, en una casa que ya era mía, los partidos del Mundial de Alemania. España no pasó de cuartos ni nosotros del siguiente invierno.
Hace un mes ni siquiera sabía que se celebraba la Eurocopa. Hace mucho que no sigo el fútbol, de algunos de los jugadores no me sonaba ni el nombre, mucho menos les ponía cara (de hecho, a muchos sigo sin ubicarles). Pero el primer partido de España fue a una hora tonta y me entretuvo la siesta. El segundo no llegué a verlo donde me hubiese gustado, en el Palacete, pero pude ver la segunda parte. El tercero era puro trámite y es que entre el fútbol y el taller no se duda. El cuarto fue el mejor. Especial, emocionante. España mirando a la cara a Italia. San Iker ganándose a España y a parte del extranjero. Los penalties de infarto y yo esperando más, sin enterarme de que con que marcara Fábregas ya estábamos en semifinales. Y todo un bar coreando Ca-si-llas, hasta Vicky, y los abrazos de después, y la euforia, y los sms, y compartirlo también con Nacho, Carmen y Elena. Y el empezar a creérnoslo. Que las maldiciones no existen. Que no pasar de cuartos era por algo. Que este equipo no era el de siempre. El que hacía las faltas para parar al contrario, el que se conformaba con un gol y a replegarse, el que cuando el delantero contrario llegaba al área hacía un penalti tonto en vez de defender como es debido.
Y, de pronto, es España la que anula a Rusia, la que deja pequeña a Alemania. De pronto, son los otros los que nos hacen las faltas, los que nos temen, los que no se atreven y si se atreven da igual porque la defensa está al quite sin necesidad de hacer faltas y porque, si llegan, a ver quién le tose a Iker brazos largos, piernas largas, dedos mágicos.
Y una semifinal contra Rusia con España vestida de rojo y amarillo, en El Hombre Tranquilo - de nuevo aquí diez años después, varias vidas después - hablando de París. Y 3-0. Y pensar que todo llega, que todo es posible. Miro a Aroa y a David y vuelvo a creer en el amor. España en la final. Los milagros no surgen porque sí, pero hay que creer en ellos para que existan, para que se hagan realidad.
Y domingo de nervios, de espera, de calor. El agua de la piscina mezclada con las camisetas rojas, con las ganas, con las expectativas que por esta vez tienen fundamento. Y Bea nerviosa, con temblores en las piernas. Isa viste de blanco y negro y la confunden con una alemana pero su corazón es pura furia roja y no está segura de aguantar el partido, porque sufre como yo no he visto sufrir a nadie viendo fútbol. Y David tan serio que me da miedo, menos asustado por el resultado del partido, que sabe seguro, que por lo vivido entre el jueves y el domingo, que los sentimientos cuando se viven tan claros asustan más que once alemanes detrás de un balón. Y Aroa de rojo falda y con la luz de París aún en sus ojillos cansados. Y Píter deseando rematar el fin de semana de su cumpleaños, que empezó vistiendo de cura del lado oscuro y termina en un pub irlandés de Madrid dando palmas verdes, con una bandera rojigualda malpintada en la mejilla. Y Juan y Fernando pidiendo ir a cenar, que tanta emoción siempre les da hambre de milanesas y empanadas argentinas. Y yo sufriendo los primeros diez minutos porque no lo veía nada bien, hasta que empecé a verlo no tan mal, fiándome de la seguridad de David, deseando no perder del todo la fe. Y el gol de Torres, y yo imaginándome a millones de personas coreándolo a la vez, sintiéndome parte de algo mucho más grande que yo, algo importante, algo que merecía la pena estar viviendo allí, en ese lugar preciso, con esas personas, entre amigos, mojitos y pipas. Y la cuenta atrás, y el estallido, la euforia, los abrazos.
Y de vuelta a casa, la necesidad de revivirlo todo otra vez, de saber cómo se vivió en otros sitios, de no querer perderme nada. Y volver a ver los goles. Y no cansarme. Y no reconocerme demasiado pero a la vez no querer dejar de hacerlo. Porque las emociones no se piensan. Se viven. Y yo soy de las que quiero que duren siempre. Por eso sigo haciendo zapping, para que esto no se acabe, para estirarlo mientras pueda. Para seguir sintiendo. Para sentirme viva.