La vida consiste en equivocarse, cada uno a su manera. -Manuel Vicent-

Es preciso tener un caos dentro de sí para dar a luz una estrella fugaz.-Nietzsche-

La vida es una mezcla de aquello que deseamos hacer con ella y aquello que somos capaces de hacer con lo que ella nos trae.-Sergi Bellver-

martes, 19 de noviembre de 2013

MEMORIAS DE LISBOA (II)




Latitude 38º 47  Norte
Longitude 9º 30 Oeste
Altitude 140 m acima do nivel medio das aguas
Aqui... onde a terra se acaba e o mar começa 
(Luis de Camoens)


 








Cabo da Roca es todo viento, luz, paisaje y aura. Un faro dando la espalda a la tierra, alumbrando hacia el oeste. Una cruz que mira al horizonte, que bendice llegadas y despedidas, en el lugar donde se acaba Europa, donde ya no hay más costa, sólo océano y roca, piedras y flores. 










Intensidad de azules. Donde mires, azul. Ojos, camiseta, cielo, mar. El viento, las fotos, los inevitables turistas. Los turistas siempre son los otros, nunca uno mismo. Uno tiende a sentirse viajero, a pensar que su mirada es distinta, que su foto será única.




Azul y luz. Toda la claridad del mediodía de verano anegando la retina. Azul verde mar, azul azul cielo. Ninguna sombra en este último rincón del mundo. Mar abierto, acantilado abierto, brazos abiertos, en cruz. La luz a bocanadas, todo el paisaje bien dentro, atragantado de infinito y belleza. Fotos y más fotos, que nunca captarán toda esta intensidad

.



Después la búsqueda de una playa imposible. El intento y el posterior abandono. El calor, la sed, el tiempo esfumado. Las dos de la tarde, en el fin del mundo. Ganas de mar y arena, de estampa de verano, de ola atlántica y cuerpo al sol. Praia Grande y su piscina asombrosa asomándose al océano. Promesa y anhelo de alojarme algún día en ese hotel y empaparme en esa piscina gigante y azul que mira al mar. Hasta Vila-Matas habla de ella, como escenario fantasmagórico de una película de Wim Wenders rodada un desolado invierno. Pero ahora es verano, y estamos en la playa, por fin. El mordisco del agua helada resulta bendición tras la última media hora de coche. Y es julio pero aquí parece septiembre. Empieza a nublarse y la ausencia de sol en mi piel me arranca del letargo en el que he caído durante un tiempo que no soy capaz de calcular. ¿Cinco minutos?¿Diez? ¿Quince?¿Media hora? Son cerca de las cinco y no hemos comido. Ni unas patatas, ni una coca cola, nada. Las nubes no se van y ya no apetece el baño. Es hora de irse y sin embargo alargaría la tarde sin moverme. Clavada en ese trocito de arena, pegada a la toalla, durmiendo o mirando al mar, a los niños que juegan, a los portugueses guapos.




Idea de comer en Azenhas do Mar, donde cantaba Quique González, esperando algo de belleza. Vi rocas en vez de piedras y ninguna flor, ni banderas, ni sol. Las nubes atenazando cuatro casas en un acantilado, un paraje fantasma donde no se vislumbraba ningún sitio abierto. Un lánguido y último esfuerzo de parar en el mirador para hacer fotos, con el entusiasmo esfumándose a medida que arreciaban el hambre y el frío. Diecinueve grados son pocos para ir en camiseta, short y chanclas. Otra media hora para llegar a Sintra, yo malhumorada y desganada, toda destemplanza de cuerpo y ánimo. Un sandwich de queso, un bollo y un café servido por un camarero amable en una pastelería minúscula y con encanto, pintada de colores, muy malasañera, en Sintra. Ni ganas de parar en alguna tienda a comprar una sudadera. Sólo llegar a casa, ducha, entrar en calor.



A medida que volvíamos a Lisboa las nubes se fueron despejando y quedó el atardecer por delante, y luego la noche. Las espectaculares vistas desde la terraza del Park, el cielo lienzo de añiles, fuegos y púrpuras, la tarde cayendo entre brindis de mojito. Luego el callejeo en busca de un sitio para cenar. Deliberaciones, dudas, ya las diez. Vuelta al primer sitio que habíamos visto, un restaurancito de comida casera, con público portugués, pocos guiris, en una de las calles donde el Barrio Alto empieza a confundirse con el Chiado. No había sitio en la minúscula terraza, ocupada por una familia entera que llevaba dos horas con las copas de después de cenar, así que  cenamos dentro. Amêijoas a Bulhão Pato, no queda bacalhau com natas y pedimos de otro tipo, yo pido lenguado, o tal vez fue dorada, no me acuerdo, pero sé que estaba rico, vinho verde, postre de chocolate, café. No recuerdo haber tomado un café malo en Lisboa.




La agradable cena nos devuelve el buen humor, ya casi ni hace frío. Paseo por el Chiado. "Siempre queda hueco para un helado", así que helado gigante y una apuesta de la que tengo noción pero de la que ya no me acuerdo, ni quién la propuso ni quién la ganó. En una esquina de rua Garret descubro la librería Bertrand, la más antigua del mundo. Paseo hasta Plaza Rossio, vuelta en taxi. Menos de cinco euros. Agotados y felices, día completo. Al siguiente toca Lisboa. Ganas de empaparse de ciudad. 



domingo, 17 de noviembre de 2013

CATORCE



Y van catorce años sin Enrique Urquijo. Y este año casi se me olvida. Hace tiempo que no lloro escuchándole, que sus canciones ya no duelen como antes.

El año pasado escribí esto, y me resulta extraño, porque ahora mismo no tengo ganas de acordarme de A. y de J., pese a que a veces vuelvan, en sueños, en canciones o en malas tardes de frío y nostalgia.


Pero Enrique Urquijo no tiene la culpa de eso. Los recuerdos son tan estúpidos como el más estúpido de los perros, y también echo de menos a Ray porque ya casi nunca escribe y porque sus novelas ya no son como las de antes. Las emociones no se eligen y los recuerdos que van y vienen tampoco.


Y no es que me esté quitando de los losers, como me recomienda mi amigo Juan, pero empiezo a sentir las canciones de Enrique y de Los Secretos como algo muy del pasado. Parafraseando a Pablo Ager, no sé si esto es madurar o simplemente hacerme vieja. Pero en este momento miro más al futuro, con la esperanza de que aún me sorprenda, que al pasado, que ya me lo sé.